12 de julio de 2010

Pobres y campeones

Pronto os contaré la última etapa del viaje a la costa, o séase Lamu, y otros viajecitos la mar de interesantes. Pero hoy, cómo no, os voy a hablar del día de ayer, un día tremendamente interesante y profundamente emotivo.

 

Bien, el caso es que, después de comer, fuimos a visitar a un askari a su casa, askari que nos había invitado insistentemente y el tío más majo, o por ahí, que hemos encontrado en Kenia. Siempre sonriente, nos ha tratado con cariño y delicadeza sin excepción y, bueno, no sería raro tenerle como una especie de amigo. Así que a eso de las tres (ya sabéis, aquí se come a las doce o por ahí) nos fuimos a visitarle.

 

E. que se llama vive en un barrio que hay detrás de la universidad de la ACK (Iglesia Anglicana de Kenia) y, solícito, vino a buscarnos y a acompañarnos desde la carretera principal. Al principio, la calle que llevaba a su barrio estaba más o menos bien asfaltada, con algunos puestos de ropa de segunda mano en las supuestas aceras (estrictamente aquí las aceras rara vez existen). Porque eso es un dato bastante curioso: los kenianos, de forma bastante general, compran ropa de segunda mano. Todo tipo de ropa: desde zapatos hasta trajes pasando por ropa interior, camisas, pantalones, cazadoras. Todo el ajuar de segunda mano. Y es lógico: las prendas están en buen estado (aún no sé quien se deshace de esa ropa, aunque sospecho que es gente que necesita el dinero de manera urgente o, bueno, un sistema de cambiar el vestuario bastante barato) y tienen un precio de risa que casi nunca supera los doscientos chelines (dos euros).

 

Vale. Después de la primera calle, la perpendicular a la carretera principal, llegamos al susodicho barrio. Allí el asfalto desaparece entre hoyos y, una vez dentro del barrio, nunca ha existido como pavimento. La casa de E. no estaba lejos y aparcamos frente a su portal, después de atravesar tres o cuatro calles repletas de gente. Subimos al tercer piso, por supuesto allí no hay ascensor, y cerca de las escaleras nos abrió la puerta de su casa: una sola habitación de unos 9 metros cuadrados con las paredes adornas con fotos y telas y una especie de visillo alrededor de todo el cuarto. La mitad del espacio lo ocupaba la cama y estaba ésta separada del resto por una cortina que llegaba hasta el suelo. La otra parte del habitáculo la ocupaba una mesa de café cubierta por plástico y dos sillones de plástico, de esos tan típicos de las terrazas veraniegas españolas. También había una estrecha cómoda con una televisión encima ya cajas, cajones, bolsas y demás objetos repartidos alrededor, pegados a la pared. Pero, ojo, todo muy ordenado y limpio.

 

La habitación no tenía aseo, pero es bastante normal en Kenia que los aseos sean compartidos e incluso que estén fuera de los edificios, en casetitas como cambiadores de playa. En todo el edificio, y en la casa de E. también, claro, había un olor realmente raro, de humedad mezclado con decenas de olores más: especias, humanidad, carbón, comida preparándose, etcétera. Realmente no era agradable pero no fue difícil acostumbrarse, tampoco era tan horrible.

 

Al poco de llegar, apareció el hermano de E., que se llama F.. Es decir, esa habitación tan pequeña con una sola cama no muy grande la compartían dos hermanos. Y entonces sí que nos pareció impresionante el orden: dos adultos con todas sus pertenencias viviendo en 9 metros cuadrados. F. nos contó que estaba trabajando en un hotel , que es como llaman aquí a los restaurantes, tengan habitaciones o no, situado en Kibera, ya sabéis, la favela más grande de África. Y, según nos dijo, trabajaba sin salario, sólo a cambio de comida, para estar haciendo algo durante el día. También nos contó unas extrañas historias acerca de que Kibera ejerce una función de contrapeso del poder político, corrupto hasta las entrañas. Algo difícil de creer: aquí los ricos, y todos los políticos lo son, no se preocupan ni mucho ni poco de los pobres, a no ser bombardeándolos de campañas demagógicas cuando tocan elecciones.

 

Charlamos un poco y, enseguida, E. se puso a enredar a los pies de la cama (había un espacio como de dos cuartas hasta la pared): estaba preparando comida en un hornillo de aceite. Comida para nosotros (que ya habíamos comido, pero eso es irrelevante). Así, nos sirvió un plato de arroz con carne guisada a cada uno (también ellos comieron) que estaba realmente exquisito. Asimismo, sacó de no sé bien dónde una botella de Cocacola y nos sirvió a los cuatro. Daba un poco de corte que hubiesen hecho ese dispendio sólo por nuestra visita.

 

Porque, es un dato importante, aquí un askari cobra entre tres mil y cinco mil chelines (de treinta a cincuenta euros). Mensuales. Y los dos hermanos viven sólo con ese sueldo, aunque F. habitualmente coma en el trabajo. Por eso una sola habitación, por eso en ese barrio.

 

Seguimos hablando un rato, mientras comíamos, y nos reímos bastante: los dos hermanos tenían (tienen) un gran sentido del humor y risa fácil, algo difícil de imaginar en un europeo que viva en semejantes condiciones. Después de comer, salí a un balcón cercano a fumar. El paisaje era realmente desesperanzador: decenas de edificios desperdigados sin orden, construidos con bloques de cemento sin cubrir. Una vista gris, tristísima, paupérrima.

 

Una vez de vuelta en la habitación, estuvimos como tres cuartos de hora más (en total como hora y media, que las visitas no hay que alargarlas mucho, ni en Kenia ni en España ni en ningún lado) y les dijimos que nos íbamos. Sorprendidos, nos acompañaron al coche y, con nosotros, vinieron hasta la carretera principal.

 

Sospechamos que querían pedirnos dinero: es algo realmente habitual entre los kenianos, conocer a un mzungu, aun durante un rato, y ¡zas! pedir dinero. No les dio tiempo o quizás les dio vergüenza pedirlo. Ya veremos cómo de desarrollan los acontecimientos, pero quizás no sería mala cosa financiarle unos estudios a E., un tío la verdad que bastante espabilado e inteligente.

 

Volvimos a casa y, después de descansar un rato nos fuimos a una cita bastante peculiar: ¡final de España en casa del embajador! (de España, aclaro innecesariamente). Así es: el embajador invitó a toda la colonia española en Nairobi a ver la final del Mundial en su casa, un palacete en mitad de un enorme jardín que más parecía un parque (y no de los pequeños) que jardín doméstico. Todo estaba muy bien preparado en la zona de la piscina, con dos carpas con sendas pantallas gigantes, decenas de sillones de plástico y algunas mesas altas con centros de flores (rosas rojas y amarillas, como es de ley en esta ocasión).

 

Nos juntamos alrededor de doscientas personas y, después de saborear una riquísima sangría, vino blanco, jamoncito serrano, queso semicurado probablemente manchego y lo más parecido al pan que hemos visto por estas tierras, y por supuesto la mítica tortilla de patatas, comenzó el partido. En una carpa estaban los tranquilos, en la otra el resto (incluyéndonos a nosotros): los exaltados con bufandas y banderas y pinturas en las mejillas formando la enseña nacional. Camisetas, polos, jerséis y otros tipos de prendas rojos como la sangre, y algún gorrito con la bandera de España (caso curioso: una residente española había recibido a seis amigas compatriotas de visita y, vaya por Dios, coincidió con la final y allí que se vinieron las siete). Y no sólo había españoles, también algunos kenianos maridos, novios o amigos de los anfitriones (que, hacia ellos, éramos todos). Y, al loro, un holandés que está casado con una española. Que también son ganas, dicho esto sin acritud.

 

Como digo, el partido comenzó: técnica por un tubo, ergo mucho centro del campo, ergo bastante tostón para los no expertos. Pero la emoción que tampoco faltaba en los intentos de Villa, de Pedro, de Ramos, la aumentábamos nosotros con nuestros gritos y cantos.

 

Llegó el descanso y fue entonces cuando sacaron la cena: samosas kenianas y paella de carne y pescado. Y comenzó la segunda parte: si el juego holandés fue sucio en la primera, en la segunda daba asco. Y el árbitro sacando brillo a su calva y reprendiendo como un padre bondadoso a quienes se merecían roja desde el primer momento. Y nosotros, ansiosos, enervados, acordándonos de toda la familia del holandés de turno o del árbitro inglés prima donna.

 

Fin de la segunda parte, caras de cansancio, conversaciones rápidas  y fugaces, y más gritos y lemas. Comenzó la prórroga, más suciedad holandesa, más brillantez española, más nervios, más vehemencia nuestra. Y al final de la segunda parte de la prórroga, rogando nosotros a Dios para no llegar a los penaltis, ya todos de pie por el ansia, ¡zas!, el quijote Iniesta marcó el gol. Gritos, besos, abrazos, saltos e, inmediatamente (y quizás prematuramente) el consabido "Campeones, campeones, oe oe oeee". Pocos minutos más y... llegó el acabóse, la histeria, la alegría: "Yo soy español, español, español", "España entera se va de borrachera", "Holandés el que no bote", "España, España, España". Bailes, saltos imposibles, abrazos a diestro y siniestro. España campeona del Mundial, casi ná.

 

Seguimos viendo la retransmisión del evento: vuelta de honor española, recogida de medallas, mala educación holandesa, y por fin, la Copa. Somos los campeones, los once del campo y todos los millones de españoles alrededor del mundo. Y nosotros hemos visto la epopeya en Kenia, al laíto de casa.

 

¡Viva España!


6 de julio de 2010

Viaje a la costa: Malindi

Como seguro que ya sabéis, el negro, el rojo y el verde son los colores de la bandera keniana, dispuestos por ese orden de arriba a abajo en franjas horizontales, y separadas las franjas por gruesas líneas blancas. Y precisamente esos colores fueron lo que vimos en el trayecto de Mombasa a Malindi: el blanco refulgente de las nubes, el verde chillón de la vegetación exuberante, el rojo vivo de la tierra arcillosa y, por supuesto, el negro ébano de los oriundos. O, exactamente, de parte de ellos.

 

Porque aquí, como os decía, hay distintas razas conviviendo mal que bien. Es la tierra de la cultura suahili, una especie de mezcla entre lo africano y lo árabe con ciertas pinceladas portuguesas e indias. Así, en cuanto a gente, te los encuentras árabes, negros, indios y algunos mestizos de los dos primeros (los indios, ya os dije, son bastante racistas y no se mezclan, y mucho menos con los negros que consideran inferiores). En cuanto a arquitectura y arte resulta para los españoles bastante familiar: es como la andalusí (no confundir con andaluz, por favor), pero en pobre. Y hay una excepción, una exclusiva: las puertas suahili (y otro tipo de muebles basados en esas puertas): generalmente son de dos hojas separadas por un dintel y rematadas por un arco con frontispicio. En las hojas hay infinidad de adornos africanos pero, eso sí, ninguna figura humana y casi nunca animal, influencia del Islam. En el arco, jeribeques y filigranas musulmanas que realmente recuerdan a las que podemos encontrar en España, incluso en el mudéjar.

 

En cualquier caso, en el trayecto Mombasa-Malindi no encuentras apenas muestras de cultura suahili: apenas unos poblados de chozas de adobe, coloradísimas por el barro, y con techos de hojas de palmera. Algo realmente curioso, y bonito. Las aldeítas rara vez superan la media docena de chozas y, de cuando en cuando, encuentras alguna misión cristiana, católica o protestante, con colegio y toda la pesca. Los aldeanos deben vivir de la agricultura y, en menor medida, de la ganadería: vastísimos campos sembrados y plantaciones de palmeras y aloe-vera con algún baobab estorbando en medio.

 

Porque aquí, no sé si en todo Kenia o sólo en la costa, el baobab es un árbol sagrado. O lo que es lo mismo, intocable. Son las costumbres ancestrales que se mantienen impermeables a la influencia occidental y cristiana. Así, tanto el las plantaciones como en el campo salvaje, hay decenas de baobab con sus retorcidas ramas hacia el cielo, como si sufriesen e implorasen. El tronco, enorme, parece hinchado y las raíces asoman sobre la tierra. No es un árbol que tenga demasiadas hojas, al menos en este lado del mundo, y eso le da un aspecto más tétrico y, a la vez, más extrañamente atractivo.

 

El resto de la vegetación, salvaje, se entrelaza consigo misma y, en ocasiones, forman paredes impenetrables. Sin embargo, miles de acacias llenan el paisaje, cortando el cielo con su follaje en forma de estrato, de veta. Y entre las acacias y los baobab, cabras y vacas y burros pastan mientras miran al autobús con paciencia.

 

Dentro del autobús, el pasaje era de lo más variopinto: desde negros con vestimenta típicamente africana, colores vívidos y tocados exagerados en las mujeres, hasta musulmanes con sus chilabas y musulmanas con su niqab, cubiertas hasta las muñecas. Y, por supuesto, dos mzungu como nota exótica.

 

Como os avancé, el trayecto duró cuatro insufribles horas y el autobús paraba en mitad de la carretera para recoger o dejar a cualquiera que lo pidiese. Tenía el vehículo una baca repleta y, casi cada vez que paraba, había que hacer la misma operación de desatar, reordenar, atar, cargar, volver a atar y volver a reordenar. Vamos, para unas prisas.

 

Paramos en dos pueblos, Kisili y Watamu, o más concretamente en su estación de autobuses, o algo parecido. Los vendedores, ansiosos, se acercaban a las ventanillas para ofrecer productos de todo tipo: generalmente comida, pero también artesanías y, increíble, triángulos reflectantes para el coche. Que digo yo, si alguien viaja en autobús muy útil no le va a ser un triángulo reflectante. Pero ellos lo intentan.

 

Por supuesto, el ansia de los vendedores crece y casi se convierte en histerismo cuando descubre, vaya por Dios, que tú eres un mzungu. Entonces se forma bajo tu ventanilla una especie de tumulto, con codazos, empujones, gritos y discusiones de todo tipo. Y peor si quieres comprar algo, porque entonces la pelea se vuelve más violenta para ver quién te lo vende.

 

Por fin llegamos a Malindi y, una vez bajamos del autobús, cogimos un tuk-tuk que nos llevase a nuestro hotel. En Malindi hay matatus, cómo no, pero para ir a otras ciudades. Para el transporte por el pueblo (porque Malindi no es demasiado grande) lo que se usa son tuk-tuk, todos de la marca Vespa (Ape que se llama aquí). Y eso no es casualidad: Malindi está llena de italianos. Por lo visto, durante muchos años ha sido el centro turístico italiano más importante en la costa keniana y se deja notar: infinidad de restaurantes italianos y tiendas de ropa italiana siembran las calles de Malindi. Y, claro, bastantes italianos que vienen y van.

 

Es bastante curioso el hecho de que allí, en Malindi, hay lugareños que no hablan apenas inglés (la lengua importante allí es el kiswahili, suahili para los amigos), y sin embargo prácticamente todo el mundo chapurrea algo de italiano. Que al fin y al cabo son los que se gastan el dinero allí. O se gastaban, que por lo visto la crisis europea también se nota en Malindi en cuanto al descenso enorme de visitantes.

 

Así, el aspecto de la zona turística es decadente: hoteles con muy buena pinta tienen las fachadas sin pintar, las verjas rotas, los accesos sin nivelar y otros detalles de dejadez probablemente causada por la falta de fondos. El mobiliario también es viejo y ajado y, aunque las piscinas están en buen estado, las tumbonas, toallas, cojines y demás, sinceramente, dan un poquito de asco. La comida del hotel donde nos alojamos, sin embargo, era bastante rica y la atención de los empleados, con alguna excepción, bastante buena.

 

Cambiando de tercio, Malindi fue usado por los portugueses como punto intermedio entre Mombasa y Lamu y probablemente la única atracción histórica es una columna para la orientación de los barcos puesta allí por Vasco de Gama.

 

La atracción turística en Malindi es la playa y, eso sí, una reserva marina donde se puede bucear entre arrecifes de coral y cientos de especies de peces. Además, según dicen, es bastante fácil encontrarse con algún delfín que juguetea con los visitantes. Pero todo eso quedó inédito para nosotros: por supuesto fuimos a la reserva marina pero, temporada baja, el agua estaba turbia por los lodos que los ríos llevan al mar en la época de lluvias. Y, claro, no permitían bucear (aunque tampoco había nada que ver, tal era la saturación de lodo en el agua).

 

Gracias a Dios, Malindi sólo era para nosotros una parada intermedia entre Mombasa y Lamu (si desde Mombasa a Malindi, que están más o menos cerca, tardamos cuatro horas, imaginad lo que hubiésemos tardado a Lamu, que está a más del triple de distancia). Así que, tranquilamente, descansamos, nos dimos algún paseo, visitamos infructuosamente la reserva marina y poco más.

 

Y día y medio después partimos en avión a Lamu. Pero eso lo contaré otro día.

15 de junio de 2010

Viaje a la costa: Mombasa

Si pensamos en Mombasa podemos imaginarnos una ciudad exótica, lejana, como de cuento, o quizás una ciudad colonial, con edificios nobles, monumentos, parques cuidados, o puede ser que una ciudad oriental, con extraños y atractivos adornos, realmente cautivadora en su rareza. Pues bien, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, o más concretamente no existe. Mombasa, con sinceridad, es una ciudad sucia, descuidada, desordenada y sin ningún atractivo ni monumento ni rareza exótica dignos de admiración.

 

Como os decía, pasada la una del mediodía llegamos a la estación de Mombasa: un andén de tercera entre árboles rodeados de maleza. Varios taxistas esperaban con cartelitos o sin ellos y procuraban hacerse con algún cliente del que abusar (económicamente, claro). Y digo esto porque a nosotros nos pasó, o al menos eso intentó el taxista en cuestión: se nos acercó muy serio, le informamos del hotel donde vamos y el lugar donde se encontraba, que él no sabía, y circunspecto nos enseñó un folio impreso con una serie de tarifas. Tarifas oficiales, nos dijo, que eran cuatro veces mayores de lo que nosotros habíamos calculado. Es decir, pretendía convencernos de la veracidad de su oferta con un papel que buenamente podía él haber imprimido en su casa. Le informamos de que veníamos de Nairobi, de que vivimos aquí, y entonces llegó la primera rebaja: el triple de lo que habíamos pensado. Nosotros, simplemente, le dijimos que no, muchas gracias, ya cogeríamos otro taxi. Y la segunda rebaja: el doble de lo que habíamos calculado. Está bien, respondimos, ¿a cuántos kilómetros está? La pregunta era trampa, ya sabíamos que no estaba a más de doce. A veinticuatro, nos soltó, y entonces vino nuestro órdago a grande con cuatro reyes en la mano: es no es así, le dijimos, está a menos de doce. Se quedó titubeando y, porque nosotros ya estábamos un poco hartos del asunto y cansados del viaje, quedamos en pagarle un poco más de lo que habíamos calculado. A cambio, nos dio su número de teléfono y se comprometió, unilateralmente, a ser nuestro taxista mientras durase nuestra estancia en Mombasa. Ya os digo cómo terminó: no volvimos a llamarle, era un caradura.

 

Porque es algo bastante habitual en Kenia (al menos en Nairobi y en la costa): si eres mzungu siempre intentan cobrarte de más. Siempre, siempre, siempre. Es algo que, cuando ya llevas meses viviendo aquí, molesta bastante: parece que, en vez la piel blanca, tienes cara de tonto. La solución es simple: te niegas y les pagas lo que sabes que cuesta. Y ni se quejan, con lo que las ganas de cantarle las cuarenta por caradura aumentan exponencialmente. Pero las controlas y a otra cosa mariposa.

 

Pues bien, llegamos al hotel, en la playa Bamburi, al norte de Mombasa, y decidimos quedarnos el resto del día descansando. El hotel tenía bastante buena pinta: aunque un poco demodé, las habitaciones eran amplias, el servicio estupendo y las instalaciones (piscina, terraza, bar, restaurante, etcétera) más que aceptables. Y no demasiado caro, incluso tirando a barato.

 

La playa Bamburi es bastante larga y está plagada de hoteles que monopolizan casi totalmente la orilla. Apenas hay olas y siempre muy pequeñas, pues no muy lejos, aunque demasiado para ir nadando, a lo largo de toda la costa, hay un arrecife que hace de rompeolas. Y también impide que pasen los tiburones, que no sé si en otras circunstancias se acercan mucho o no a la costa, pero desde luego está bien mantenerlos alejados. Por si acaso.

 

El agua es muy poco profunda y, aun con marea alta, puedes ir andando hasta más o menos un tercio de distancia del arrecife. Durante nuestra estancia, la arena estaba bastante sucia, sobre todo por las algas que la poblaban con fruición. Las desventajas de ir en temporada baja. Lo malo es que la suciedad la completaba las diversas basuras que, al parecer, nadie estaba demasiado dispuesto a retirar. Es decir, todas las mañanas los hoteles mandan a un propio a que adecente la porción de playa que les corresponde, con el inconveniente de que, precisamente, sólo sea un mandado con sus propias manos. En cualquier caso la playa, con todas sus carencias, estaba bastante presentable.

 

El lugar también estaba repleto de los llamados beach boys, kenianos que esperan cerca de los hoteles para ofrecer a los mzungu (o indios, que había a cascaporrillo) sus servicios de todo tipo: desde safaris hasta droga, pasando por rutas turísticas a la ciudad y, como no, prostitución (de este tema escabroso tan sólo diré que, efectivamente, son servicios que la gente usa con escandalosa frecuencia y sin ningún tipo de rubor).

 

Al día siguiente, por la mañanita, nos fuimos a la ciudad de visita turística. Por supuesto, fuimos en matatu (cualquiera se pone a discutir con todos y cada uno de los taxistas disponibles... para que te cobre el más barato, por lo menos, veinte veces más que un matatu) y bajamos en Digo Road, una de las calles principales de la antigua capital colonial, no muy lejos del centro histórico. Caminando, bajo un sol que de verdad mordía, una humedad total y un ambiente realmente sofocante, fuimos hasta Fort Jesus, un fuerte portugués de finales del siglo XVI (por cierto, cuando Portugal formaba parte de España) que es el mayor atractivo histórico y turístico de la ciudad, por no decir el único: es un Morro, que es como llamaban a los castillos que protegían el acceso a los puertos. Las formas geométricas de la época siguen manteniéndose y, aunque los muros están bastante descuidados, tiene un aire exótico y antiguo muy atractivo.

 

Del resto de la ciudad, sinceramente, no hay mucho más que destacar: vimos la antigua residencia del Gobernador inglés (Mombasa fue capital del protectorado), ajada y sin cuidar; balcones con celosías para que las mujeres musulmanas pudiesen tomar el aire, con ese peculiar concepto de "tomar el aire" que tienen los mahometanos para sus mujeres; un mercado y decenas de tiendas donde vendían fundamentalmente especias, y donde nuestra presencia (cristianos occidentales) digamos que no era del todo bien recibida; algún templo hindú, o sikh, o ambos; y varias mezquitas, estas muy bien cuidadas pero, vaya por Dios, con el paso de infieles (o séase, nosotros) prohibido. Y luego hablan de uso compartido en Córdoba...

 

Es curioso que el barrio por el que transcurre la visita ¿turística? es el barrio indio, que no hindú. Es decir, sí hay hindúes, pero pocos: la mayoría de los indios son musulmanes y de los más radicales, los chiíes (como los ayatolás iraníes, entre otros). Y también es llamativo cómo viven juntos pero no revueltos, o lo que es lo mismo, musulmanes de origen oraní, yemení, somalí o indio viven y trabajan en la misma zona, pero mantienen una prudencial distancia. Y con los negros, la actitud por parte de todos (quizás menos de los somalíes, pero también) es de absoluta superioridad, un pelín racista nos dio la impresión. Y sin tan pelín, la verdad. Pero eso lo vimos más claro en Lamu, que ya os contaré en su momento.

 

En las calles del centro de Mombasa el principal entretenimiento era esquivar los montones de basura que, sorprendentemente, crecían en todos los lugares. Y digo sorprendentemente porque jamás pensé que una población tan pequeña como la del centro de Mombasa pudiese generar tales cantidades de porquería. Y ellos tan felices.

 

En definitiva, lo que tanta ilusión había generado en nosotros (Mombasa, ciudad colonial, a caballo entre África, India y Arabia), no fue sino una colosal decepción. Pero, al menos, la playa estaba bien.

 

Los días siguientes, que apenas volvimos a la ciudad, disfrutamos de la playa y del descanso. Como actividad curiosa, dimos una vuelta en una especie de catamarán pequeño y artesanal: un casco estrecho y alargado con patines a ambos lados. El mástil era un enorme palo incrustado en el centro del casco central y equilibrado Dios sabrá cómo. Daba un poco de respeto montarse en la embarcación de marras, pero la profundidad, como ya os dije, no era mucha y el paseo duró alrededor de una hora.

 

Es interesante ver como los africanos (en la playa, la inmensa mayoría de los que ofrecen servicios de todo tipo, son negros) te dan coba y alargan el regateo de manera un poco desesperante y, una vez llegas a un acuerdo con el precio, mutis casi absoluto.

 

Nuestra intención, después de Mombasa, era ir a Lamu, pero está realmente lejos e incomprensiblemente no hay línea desde la capital de la provincia de costa (sí hay vuelo directo desde Nairobi, pero no desde Mombasa que está más cerca y tiene más relación). Así que decidimos ir en autobús a Malindi, hacer una parada allí y coger un avión hasta Lamu.

 

Así que el último día en Mombasa, reservamos hotel en Malindi y nos fuimos a Misa a la ciudad, como mandan los cánones en domingo. Fuimos a la catedral católica (hay otra catedral, anglicana ésta), del Espíritu Santo, un edificio neogótico con cristaleras pagadas por fieles, representando al santo que el benefactor quería (y todo esto inscrito en la propia cristalera). El templo estaba lleno hasta la bandera y únicamente tenía varios viejos ventiladores que apenas daban aire. De hecho, tuvimos la fortuna de que nos tocó al lado a la más gruesa del lugar y, aparte de que los africanos se sientan unos pegados a otros, literalmente, el calor llegó a ser tan insoportable que aquí el menda decidió escuchar la Misa desde la calle, a la sombra de unos árboles.

 

La celebración fue en suahili, con cantos y palmas y todo eso y, claro, duró dos horas o más. Natalia aguantó como una campeona dentro y, una vez se terminó, agarramos nuestras mochilas que llevábamos ya encima y nos fuimos a buscar el autobús en matatu.

 

La "estación" de autobuses era una calle destartalada con un caos montado entre matatus y autobuses y decenas de lugareños gritando a los cuatro vientos la ruta, el precio, las comodidades y las maravillas de su medio de transporte respecto a otros. Decidimos coger el Express a Malindi, sin saber que Express, en esta parte del mundo, es como llaman a los autobuses (y un poquito engañados por el oriundo de turno, que nos dijo que salía enseguida y que no hacía paradas).

 

Dos horas más tarde, que esperamos como pollos en un horno, el autobús salió hacia Malindi. Paró en absolutamente todos los sitios imaginables y tardamos alrededor de cuatro horas en llegar al destino. Pero el viaje y la estancia en Malindi os lo cuento otro día (esperemos que no dentro de mucho).


14 de junio de 2010

Nueva constitución

Pronto seguiré con el viaje a la costa y otras cosas que os quiero contar. Pero ahora quiero explicaros algo sobre la actualidad keniana, algo que podría llegar a ser grave (si no lo es ya). Y os pido licencia para hablar de cosas de las que nunca hablo en este blog.

 

El caso es que ayer explosionaron dos bombas en una reunión en Uhuru Park, el parque más grande de Nairobi, durante una reunión de los protestantes luteranos en contra de la nueva constitución. Han muerto por lo menos tres personas y alrededor de ochenta han resultado heridas, algunas de gravedad. Todavía no se sabe quién fue el responsable de las explosiones, aunque se dice que fueron cohetes sobre la multitud los que provocaron el pánico y, éste, las muertes. En cualquier caso, la policía está investigando para averiguar más detalles aunque, sinceramente, no creo que lleguen a ninguna conclusión aceptable.

 

Y digo esto no porque no me fíe de la policía, que no me fío demasiado, sino porque todo ha sucedido en el clima enrarecidísimo de discusión acerca de la validez o no del nuevo borrador de constitución. Pero empecemos por el principio.

 

Como sabéis, después de las elecciones de 2007 hubo sangrientos enfrentamientos entre kenianos, fundamentalmente entre luos y kikuyus, partidarios los primeros de Odinga (actual primer ministro) y los segundos de Kibaki (presidente entonces y ahora). Hubo varios cientos de muertos y, según se dice, la intervención de Kofi Annan, antiguo secretario general de la ONU, evitó que sucediese en Kenia lo que sucedió en Ruanda en el 94. Annan, una vez apaciguados los ánimos, recomendó que se hiciese una nueva constitución  (la antigua es de la época de la independencia, 1963). Y a ello que se pusieron los políticos.

 

En abril pasado se aprobó en el Parlamento un borrador de constitución para presentarlo en referéndum. Y se presento en medio de una fuerte polémica sobre el contenido de misma. Resumidamente, los cristianos de todo tipo, encabezados por la Iglesia Católica, se negaban a aceptar como buena la nueva constitución ya que abría la posibilidad de aborto despenalizado, daba legitimidad civil a los tribunales musulmanes y era injusta en el reparto de las tierras Masai.

 

La discusión más agria se centró, por supuesto, en el tema del aborto: la nueva constitución no blinda el derecho a la vida y abre una posibilidad de despenalizar el aborto en determinados supuestos (¿a que nos suena? A los españoles al menos). La oposición de la Iglesia Católica fue, ha sido y es frontal (eso no nos suena tanto, recordad los que podáis el año 83) y, tras ella, todas las iglesias protestantes, ortodoxas (que haberlas haylas en Kenia) y la Iglesia Anglicana de Kenia se han opuesto de forma igual de contundente.

 

El tema de los tribunales musulmanes, Khadi's courts que les llaman, consiste en que la nueva constitución les reconoce legitimidad en temas familiares, matrimoniales y de herencia. O lo que es lo mismo, deja bastante desamparadas a las mujeres musulmanas, y otras que se casen con musulmanes. Aquí la oposición cristiana también ha sido clara pero, por supuesto, los musulmanes están a favor. Y se da el curioso caso de que el Islam, que está en contra del aborto, decide que pesan más sus tribunales que la vida de los no nacidos, y se ha alineado a favor del borrador de la constitución (especialmente los chiíes, una de las ramas más radicales del Islam).

 

El tema de las tierras Masai es un poco más complejo y, sinceramente, no sabría explicaros en qué consiste exactamente. Pero creo que es bastante claro todo con el aborto y los Khadi's courts.

 

Por supuesto, los políticos pro-abortistas han recriminado a lo cristianos el meterse en política (esto también nos suena), aunque estos últimos han hecho oídos sordos al desvarío y han seguido con sus manifestaciones de oposición. Llama la atención que desde los púlpitos católicos (y me imagino que desde los protestantes, ortodoxos y anglicanos también), llanamente, se ha llamado a la oposición en el referéndum, a votar que no a esta constitución que no blinda la vida (y en esto, otra vez, nos pueden dar lecciones).

 

Aparte de estos llamamientos en las propias iglesias, los cristianos han comenzado una enorme serie de actividades para mostrar su oposición y para lograr parar ese proyecto de constitución. Entre otras, como comisiones conjuntas de cristianos de todo tipo y congresos y conferencias y debates, los católicos hemos empezado una cadena de rosarios (es decir, que durante las 24 horas del día siempre haya alguien rezando el rosario) hasta el día 4 de agosto, que será el referéndum. Los protestantes, por su parte, se reúnen todos o casi todos los sábados en Uhuru Park, en el centro de Nairobi, para mostrar su desacuerdo.

 

Y ayer, durante uno de esos mítines protestantes, dos bombas o dos cohetes explosionaron entre la multitud. No se tienen noticias claras al respecto y, si buscáis en los medios de comunicación españoles, como mucho podréis ver una pequeña noticia que descafeína el suceso y el ambiente que lo ha provocado. Pero, Dios no lo quiera, el atentado podría suponer el comienzo de una etapa más virulenta, y violenta, en el proceso hasta el referéndum. Y puede ser que lo peor ocurra después del referéndum, si el No gana.

 

Así que os pido desde aquí que recéis por Kenia, para que no salga adelante esta constitución y para que no haya más muertos, ni en mítines ni dentro del vientre de su madre.


17 de mayo de 2010

Viaje en tren Nairobi-Mombasa

Más de un mes sin escribir, lo sé, pero al fin y al cabo hemos estado de vacaciones y nos hemos marcado un viaje a la costa keniana (Océano Índico, para los que están poco duchos en Geografía). Y, aunque el viaje duró trece días, a la vuelta no hemos parado de tener actividades de diverso tipo. Pero lo primero es lo primero: el viaje.

Teníamos ganas de conocer algo que, por lo visto, sólo queda aquí y en Rusia: hablo del tren a Mombasa. Es un tren con compartimentos y literas y vagón restaurante y todo eso, muy evocador, y que en Rusia se llama Transiberiano (que seguro que os suena más). Creo que ejemplares como éstos, kenianos y rusos, también los hay en Tanzania y algún país africano más. Porque ahí está la gracia del asunto: no es un tren-hotel de los que podemos disfrutar en Europa o América o Australia (para ser más exactos, de los que los pudientes pueden disfrutar), sino un tren con, calculo, cincuenta años, diesel, con primera, segunda y tercera clase, y tremendamente romántico (y ligeramente incómodo, algo que da más regustillo a antigüedad).

Como todo en Kenia, los horarios son flexibles y, si bien en el tren sabes a qué hora sale, siete de la tarde, (y puntualmente, algo bastante increíble por estos lares), no hay una hora de llegada concreta: entre las nueve y las once de la mañana siguiente, dicen, pero son normales los retrasos. En realidad llegamos a la una y pico de la tarde, o lo que es lo mismo, nuestro viaje en ferrocarril duró alrededor de dieciocho horas.

El viaje es muy interesante: además de los atractivos del tren (atractivos, repito, basados en lo viejito que es), lo que se ve desde las ventanillas es Kenia en estado puro. Al menos aproximadamente. El tren pasa por el Tsavo (East y West) e innumerables aldeas se reparten en los laterales de la vía durante casi todo el trayecto.

El tren, como ya os he dicho, sale a las siete de la tarde, noche cerrada en esta tierra durante todo el año. Vas dejando la ciudad atravesando slums que difícilmente ves por la oscuridad, y sus habitantes salen a observar el tren (y me temo que también a observar si hay oportunidad de afanar algo por las ventanas, pues el tren va muy lento). Un cuarto de hora después de haber partido, sirven la cena en el vagón restaurante: a los de primera, que está incluido en el billete, y a los de segunda que la pagan. La diferencia entre primera y segunda, aparte de la cena, es que en primera los compartimentos constan de una litera con dos camas, y en segunda hay dos literas y cuatro camas. Tercera es sentadito, un suplicio me imagino. Nosotros, que así de finos somos, nos metimos en primera: el billete no era caro y la diferencia de precio con segunda era muy pequeña. Y a tercera no vamos ni borrachos, al menos mientras podamos hacer el viaje nocturno durmiendo en cama.

La cena, bastante abundante, tenía un inconveniente muy común en Kenia: cuando pagas una comida o una cena nunca están incluidas las bebidas. En general no son muy caras (aunque a veces te dan un palo bastante doloroso, pero sólo a veces), pero es un poco molesto leer y releer el letrero de “todo incluido”. El caso es que coincidimos con una mexicana en la mesa y estuvimos un buen rato charlando en español. Nos retiramos a nuestro compartimento y el tren se paró hacia las nueve y pico de la noche en mitad de la nada. De cuando en cuando paraba en estaciones y subían y bajaban gente y mercancías, pero cuando paró a las nueve y pico y no había estación ni nada que se le pareciese. La marcha no se reanudó hasta pasadas las doce de la noche.

No se duerme mal en el tren de marras: el bamboleo es una especie de mecido un tanto brusco pero no demasiado incómodo. La ventana, además, cuenta con mosquitera y, aunque los puñeteros mosquitos siempre encuentran un hueco por donde pasar, la molestia del díptero oneroso (toma ya) no es demasiado grande. O al menos no lo fue para nosotros.

La mañana se coló entre las rendijas de la ajadita persiana como a las seis de la mañana. El paisaje era precioso: una vastísima llanura repleta de espinos con los troncos enrojecidos por la luz matinal, y algún que otro otero como atalaya circunspecta y calmosa. Animales no vimos ni uno, excepción hecha de algún pájaro que escoltaba durante algunos cientos de metros al tren, pero la vista era bastante nueva y bonita. El desayuno lo sirvieron a las siete en el vagón-restaurante y, una vez acabamos, nos volvimos al compartimento.

Después de dejar atrás el Tsavo (curiosidad: en el tendido de esta línea ocurrió el famoso incidente con los leones man-eaters, comedores de hombres, que costó varias decenas de vida y, lo que más les importó a los ingleses, el retraso de semanas e incluso meses en la finalización de las obras. Muy majos los ingleses en su colonización, sin duda), fueron apareciendo las aldeas en los márgenes de la vía.

La gente salía a saludar al tren y muchos, por no decir todos, pedían a los viajeros. Alguno les tiró comida, por la que discutieron, y algún otro dinero, por el que se pegaron. Los niños corrían al lado del tren a una distancia tan cercana que a cualquiera de nosotros nos hubiese costado un cachete paterno. Pero ellos estaban tan acostumbrados. Incluso, descalzos como iban, corrían sobre el picudo balasto (algo que hacía daño sólo el verlo).

En un pueblecito entre el Tsavo y Mombasa, no sé exactamente dónde, vi una escena digna de película italiana: las autoridades del pueblo, con el alcalde a la cabeza armado con la vara de mando, esperaban en el andén al oficial de policía que debía llegar para hacerse cargo del cuartelillo. Sólo fallaba que no había banda de música y, por supuesto, que todos eran negros. Si no, podría haber sido una peli de Fellini.

Según nos íbamos acercando a Mombasa, ya en el mediodía, las chozas de las aldeas cambiaban de ser de adobe a ser puramente chabolas. Así, la entrada a la isla de Mombasa está rebosante de chabolas que a su vez rodean el puerto mercantil (el mayor de África oriental) y diversos basureros. En la entrada a la ciudad, un enorme cartel publicitario no sé de qué producto, mostraba una gigantesca txapela negra y, desde el puente ferroviario de acceso a la ciudad, al otro lado del estuario se podían ver lujosas casas, palacetes con muelles privados y algún que otro yate amarrado. Y eso fue lo más bonito de Mombasa, o casi.

Pero eso ya os lo contaré otro día.

12 de abril de 2010

Camaleón



Subo esta otra foto, también tomada en el campus. Sí, ya sé que en España también hay camaleones, pero no de éstos. Lenda, comentarista, seguro que tiene el placer de dejarnos a todos patidifusos describiendo el ejemplar (por cierto, muchas gracias por la descripción del milano).

Diego

7 de abril de 2010

Como os decía, todo esto se ve en el jardín de casa (o a doscientos metros, pero sin salir del campus). Ahí van un par de fotos.


Marabúes y una especie de garza


El famoso águila, o lo que sea


Pido a los entendidos en esto de los pájaros que aclaren un poco de qué especies estamos hablando (y si, además del nombre español, lo ponen en latín, miel sobre hojuelas).

4 de abril de 2010

Semana Santa y Domingo de Pascua

¡Feliz Pascua de Resurrección! Porque en África, por si hay algún despistado, también es Pascua.

La Semana Santa aquí es igual que en España y, me imagino, que cualquier otro lado. Excepción hecha de las procesiones y todo eso, que aquí, por lo que yo sé, no hay. Algo habrá que montar. Pero por el momento, la Semana Santa igual que en todos los lados.

El Domingo de Ramos, como su propio nombre indica, a la iglesia fuimos con un ramo de palmera. La Misa repleta como siempre, y todos acompañábamos las canciones con nuestras palmas (las de las manos y las del árbol). Sí, ya nos estamos integrando entre la gente, aunque me da que nuestra tez pálida no nos va a dejar hacerlo del todo nunca. Pero ahí estamos. A la vuelta a casa, como es de ley, colgamos la palma en el balcón, que no se diga.

El Jueves Santo fuimos a los Oficios a la parroquia, y todo muy serio y muy bonito. Y el Viernes Santo fuimos al colegio Kianda, obra corporativa del Opus Dei. Muy emocionante todo, en especial la adoración a la Cruz.

El Sábado Santo acudí a la vigilia pascual. Todo más o menos igual que en cualquier lado, pero en swahili: hoguera, cirio pascual, velitas, oscuridad, resplandor y alegría. Y, aunque todo era igual, teníais que haber visto a esta gente cantando. Y dando palmas y bailando. Y riendo y estando felices. Algo que, de verdad, te contagiaba su alegría. Éstos sí que viven a fondo la Resurrección del Señor. Creo que tenemos mucho que aprender de los africanos, en ese sentido. Y no se me tome esto como una defensa del sentimentalismo o de teologías postmodernas obsoletas: simplemente digo que toda esa alegría, sincera, ayuda a estar más cerca de Dios el día de su Resurrección.

Por cierto, que volví a casa de noche andando y, aparte de no verse un pimiento, tampoco creáis que había zombies o fieras salvajes o extraterrestres con aviesas intenciones. Más bien no había nada ni nadie y sí muchos ruidos de la naturaleza. Una bonita experiencia.

El Sábado Santo también nos lo pasamos cocinando para el Domingo de Pascua (o séase, hoy) por una fiesta que habíamos/hemos organizado para celebrar la Pascua. Hemos creído que esa era la mejor manera de demostrar nuestra alegría y, por supuesto, la importancia de la fecha. Porque los invitados eran un matrimonio musulmán, una agnóstica, una atea comunista y dos protestantes. Es decir, los únicos católicos de verdad de la buena, los anfitriones: nosotros. Y, claro, así de escandalosos somos los católicos: ¿Pascua de Resurrección? Pues fiesta para todos.

Y eso hemos hecho. Por cierto que hemos preparado comida para un regimiento (y toda riquísima, modestia aparte). La comida la hemos regado con Lambrusco tinto (vino español de calidad aquí es dificilísimo de encontrar) y también hemos acompañado con aceite de oliva (italiano, también, que el español ni está ni se le espera). Cordero de pobre, o sea pollo, asado, pechugas empanadas, ensalada de aguacate y tomate, pimientos asados, arroz y, por supuesto, el plato estrella: tortilla de patatas. De postre, después de pelearnos con un brownie (y salir perdiendo), hemos preparado un bizcocho de chocolate con helado de vainilla y todo cubierto de chocolate líquido. Vamos, una comida muy completita. Y toda hecha por nosotros (más por Natalia que por mí, todo hay que decirlo).

La comida ha sido muy distendida y entretenida y, aunque la conversación era en inglés, siempre teníamos el apoyo de los otros españoles (ya sabéis, en el compound vivimos Natalia y yo y otra española).

Además, en la vecindad viven tres gatos. Es decir, en el Campus hay tropecientos sueltos. E incluso les dejan estar en la cafetería, aunque eso e higiene no casan muy bien en la misma frase. Pero es idea de la jefa de la Universidad, una yanqui “conversa” al africanismo que afirma que la presencia constante de los gatos forma parte de la cultura Masai. Dios nos libre de semejantes “conversos”.

Pero a lo que iba: en el compound viven tres gatos, o más concretamente una gata y sus crías. Por el momento es lo más parecido a los leones que hemos visto (y pensaréis, con razón, que para eso nos hubiésemos quedado en España. Pero cambiará y veremos leones, y leopardos y guepardos, y búfalos y ñúes, y todo eso). El caso es que hoy les echábamos los huesos del pollo asado, en los que siempre queda algo de carne. Y ver sus progresiones salvajes hacia la comida ha sido bastante interesante. Estos gatos, aunque viven siempre cerca de humanos, son bastante desconfiados y creo yo que son un poco más silvestres que sus primos españoles.

El caso es que, al cabo de un rato, ha aparecido un águila sobrevolando el campus. Porque ésa es otra: choca bastante el salir de tu casa y encontrarte un marabú que te mira con cara de infinita paciencia desde el tejado más próximo y arriba, volando, varias águilas. Y no sólo en el campus: en el centro de la ciudad, entre edificios altos realmente modernos, también puedes ver con facilidad águilas. (Nota: no sé si son águilas o algún otro tipo de ave rapaz, pero alguna es seguro. Pondré una foto para demostrároslo).

Vale. Pues al aparecer el águila las crías de gato han desaparecido. No es que se hayan escondido en los arbustos o, qué sé yo, en la escalera o algo así: han desaparecido totalmente. No así la gata que, quita como una estatua, miraba al pájaro sin mover la cabeza. Un rato después, ¡zas!, picado del águila hacia los huesos que habíamos dejado en el suelo. ¡Y salto de la gata sobre el águila! No la ha cogido (la primera a la segunda) y el águila, pacientemente, ha seguido volando en los alrededores.

Al cabo del rato, cuando la gata dormía su siesta gatuna (claro) y las crías aún no habían salido de su desconocido escondite, ¡zas!, otro picado del águila. Y esta vez sí se ha llevado algún hueso. Entonces hemos visto como se posaba en una acacia cercana y, pacientemente, disfrutaba de su botín. Vale que a lo mejor uno es un desalmado, pero habría sido más interesante ver cómo agarraba a una cría y la gata defendía a su prole. En fin, un poco de “El hombre y la Tierra” del gran Rodríguez de la Fuente.

No obstante ¿a que el espectáculo era por lo menos interesante? (Dato que no he dado: los huesos de marras estaban a tres metros de la mesa. Así que la escena aquí mismito). Bueno, pues aquí el único impresionado ha sido el menda: el resto, como si oyese o viese llover. Supongo que es una cuestión de acostumbrarse a que ronden rapaces y, en definitiva, actúen según su instinto. Pero que lo hagan en tu propia casa es estupendo.

Bien, ya terminamos la comida, despedimos a los invitados y a casa, más felices que perdices. Y ésa es la historia de nuestra Semana Santa y, sobre todo, nuestro Domingo de Pascua (ya, ya sé que no he dedicado mucho al tema religioso, pero otra vez será).

En directo, Diego para Descubriendo África Televisión, se despide hasta la próxima.

30 de marzo de 2010

Lluvias, vino y mujeres

Es una gozada levantarse por la mañanita, a eso de las siete y media u ocho, y, mientras el sol brilla y tú desayunas, escuchas a unos niños cantar allá en la lejanía. Y, efectivamente, muchos días son así aquí en Nairobi Son las ventajas de vivir en el Campus, de estar en Kenia y de tener varios colegios alrededor de la Universidad. Porque en el barrio, que ya os dije que es de chalets, fincas hermosas y algún campo de labranza, hay como cuatro o cinco colegios, y uno está cerca de nuestra casa. Lo cierto es que todas las mañanas que luce el sol (cuando no supongo que estarán a cubierto) los niños cantan en el patio aún no sé qué tipo de canción. Podría ser el himno nacional ("Ea Mungu nguvu yeto", en español "Oh, Dios de toda la creación") o un himno religioso, puesto que el colegio más cercano a casa es anglicano.

 

Aquí, en el barrio, todos los colegios son cristianos: este anglicano, otro luterano, el católico cruzada la carretera,... Y todos los niños, por lo que yo he visto, llevan uniforme. Con colores muy vivos, por cierto, que supongo que es lo que corresponde en esta tierra de luz (disculpad la cursilería). Lo llamativo para un español es que hay un montón de niños por toda la ciudad, y creo que esa es la mayor esperanza de Kenia: las futuras generaciones, algo que en Europa, lamentablemente, se nos ha olvidado con demasiada frecuencia.

 

Cambiando de tema, ya estamos en estación de lluvias, la primera. En estas latitudes, no sé en otras, hay dos temporadas de lluvias: ésta, que va de marzo a mayo, y otra de octubre a diciembre. Seis meses de lluvias. Sin embargo, aquí no está todo el día lloviendo sino que sólo lo hace, y con mucha fuerza, cuando anochece o poco antes. Algunas veces, a primera hora de la mañana el cielo está nublado pero, según avanza el día se despeja y casi siempre brilla el sol. Según nos han contado, hay temporadas, dos o tres días, que no se ve el sol, pero por el momento nosotros hemos disfrutado de un tiempo espectacular. Además, que llueva al anochecer o en plena noche no tiene demasiada importancia, puesto que rara vez estamos fuera de casa (ya sabéis, es peligroso andar por ahí cuando es de noche).

 

Sí es verdad que hace pocos días nos cogió la lluvia a mí en un taxi yendo al centro de la ciudad y a Natalia en el mismísimo centro, donde me esperaba con J.. Cuando llueve aquí ya os he dicho que es con mucha fuerza. Mucha más de la que os imagináis: la lluvia forma una cortina que parece niebla y que no deja ver mucho más lejos de donde uno está. Esa intensidad puede durar varias horas y, como podéis imaginar, todo queda encharcado y repleto de barro. Las carreteras aquí son de muy baja calidad y, cuando llueve, se forman auténticos ríos en las calzadas y, de vez en cuando, hay que atravesar charcas enormes con el coche en alguna hondonada o alguna vaguada. Por supuesto, todas estas circunstancias afectan directamente al tráfico que no es que sea insoportable (eso lo es cualquier día en hora punta), sino que es directamente imposible. Los atascos que se forman son de muchos kilómetros y es normal que, de vez en cuando, la circulación pare durante tres cuartos de hora, una hora u hora y media.

 

Así que aquél día, en mitad de ese espectáculo dantesco, estuve cinco horas largas dentro del taxi. Sí, cinco horas hasta que recogimos a Natalia y J., dejamos a ésta en su casa y volvimos a la nuestra. La verdad es que lloviendo fuerte sólo estuvo hora y media o dos horas, pero con el estado de la calzada y la circulación tan espesa, los atascos siguieron las siguientes tres horas. Una fiesta.

 

Por otro lado, es llamativo que, aun en plena lluvia torrencial (que, por cierto, otro día fue acompañada de vientos fortísimos, por lo visto causados por el Niño. Y tengo un vídeo para demostrarlo, aunque era de noche y no sé si se verá muy bien), las temperaturas apenas sufren variación: quizás bajen uno o dos grados durante las tormentas, pero en general seguimos rondando los veintipico grados, un poco menos por la noche y un poco más por el día. También son frecuentes los rayos, los relámpagos y truenos de varios segundos bastante impresionantes. Es espectacular.

 

Y así es la temporada de lluvias en Nairobi, aunque por lo visto ésta es la floja. Ya os contaré cómo es la fuerte, si no nos ahogamos.

 

Y cambio de tercio de nuevo. Hace dos fines de semana fuimos a una feria de vino que se celebra todos los años (esta es la tercera edición, así que tampoco puede hablarse de tradición vinícola ni nada de eso). Feria de vino que en realidad era una excusa para hacer una reunión de expatriados: casi todo el mundo era mzungu. Estuvimos allí con N., la catalana de la que ya os hablé, y otras dos españolas, de Valencia y Aragón (representación casi completa de la Corona de Aragón, sólo faltaba Baleares). Fue una fiesta muy divertida, no por los que nos rodeaban, que la mayoría debía ser sajona, por lo tanto había ido allí a darle un poquito al alpiste y poco más, sino por la compañía española que tuvimos. ¡Ah! Había sólo dos vinos españoles, uno de la Ribera del Duero y otro de Cataluña, en una lista total de noventa vinos. Sudafricanos y chilenos, en su mayoría.

 

Y el fin de semana pasado fuimos a una recepción benéfica que hacía una asociación formada por mujeres llamada Karen Blixen en la embajada alemana. No porque fuesen alemanas, en absoluto, más bien era kenianas (menos dos rusas), sino porque la iglesia luterana que está dentro de la embajada les prestó un jardín para hacerlo. La asociación, como ya he dicho, la componen mujeres trabajadoras (fuera de casa, o dentro, que nos dejaron muy claro que ése es un trabajo importantísimo y fundamental para sacar adelante un país) y se dedican ha determinados proyectos para ayudar principalmente a las mujeres del campo o de las favelas, o las que tienen más problemas, como enfermedades, minusvalías o cosas por el estilo. También tienen algún proyecto de ayudas a niños (de ambos sexos) con problemas. Fue muy interesante y realmente da gusto cómo los propios kenianos se ponen en marcha para ayudarse unos a otros y, entre todos, conseguir mejorar el presente y el futuro.

 

Y después de la chapa, os dejo que tengo cositas que hacer. Otro día continúo.

 

Diego


15 de marzo de 2010

Tribus, bailes y fiestas

¿Os habéis fijado hacia dónde abren las ventanas en España? Generalmente hacia dentro, es decir, las hojas quedan dentro de la casa. Pues en Nairobi no: aquí las ventanas abren hacia fuera y las hojas quedan colgando sobre la calle. Quizás sea un detalle sin importancia, pero si os paráis a pensarlo, esto tiene una consecuencia inmediata: las rejas, que aquí abundan, no están como en España en la parte de fuera de las ventanas, más allá del cristal, sino en la parte de dentro. Es decir, mientras que en España tienes que abrir la ventana para tocar la reja, en Nairobi (no sé si en el resto de Kenia también) tienes que pasar la mano a través de la reja para abrir la ventana. Como resultado, limpiar la parte de fuera del cristal es asaz complicado, mientras que en España es facilísimo. Y otra consecuencia más bien directa: al estar la reja en la parte de dentro de la ventana y abrirse ésta hacia fuera, el alfeizar queda anulado. O lo que es lo mismo, es prácticamente imposible adornar las ventanas con maceteros y sus correspondientes flores.

Sí, sé que sólo es un detalle, pero nos hemos puesto Natalia y yo a pensar por qué esto es así. Puede ser que sea porque las habitaciones son pequeñas, pero yo me decanto porque la sensación de seguridad que da a estas gentes es mayor. Porque el problema de la seguridad, como ya os he contado, es claramente prioritario en Nairobi: las viviendas, los negocios, los colegios, las oficinas parecen castillos. Algo que va en contra de cualquier tipo de estética arquitectónica: un edificio puede ser muy bonito, pero si lo cubres de rejas, vallas, alambres espino y verjas electrificadas, lo que era bello se convierte en sórdido. Y, claro, ya ni siquiera buscas la belleza en la construcción. Así los edificios en Nairobi son feos y la impresión de mezquindad es constante.

Eso sí, tienen la inmensa suerte de que la vegetación es claramente exuberante y, ya os conté, la luz es especial, los colores son intensísimos, vívidos. Pero, volviendo al principio, no lo aprovechan porque no pueden poner flores en las ventanas.

Y después de esta digresión más o menos extraña y seguramente exagerada, os pido disculpas por haber estado dos semanas sin escribir. No tengo excusa, así que os comienzo a contar y así espero que podáis olvidarlo.

Pues bien, aquí de lunes a viernes, como era previsible, nuestra vida se ha convertido más o menos en rutinaria: el trabajo, el estudio, las gestiones, no dejan mucho tiempo para pasear o viajar, para conocer aún más este país extraño y esta ciudad tan distinta. Pero tenemos la suerte de que los fines de semana no paramos: nuestros ya amigos A. y W. quedan con nosotros, nos presentan a más gente, nos llevan y nos traen y da mucho gusto el haberlos conocido y el tratar con ellos. Además, hemos tenido el placer de conocer a una catalana que vive aquí con un keniano, pero de eso ya os hablaré más adelante.

Hace dos semanas y pico, o sea tres fines de semana, fuimos invitados a un bautizo. Como todo aquí empezó tarde, pero lo que más nos llamó la atención es que algunos de los niños por bautizar, algunos de los neófitos, tenían de tres años para arriba (el bautizo era multitudinario, como de quince o veinte niños, aunque esto en España también se está poniendo de moda... cuando hay hijos, claro). Bien, ante nuestra sorpresa, W. que estaba con nosotros nos explicó que la implantación del catolicismo aquí es bastante reciente y que la formación religiosa no está tan extendida o tan arraigada como en España (es lo que ella decía, porque aquí los bautizan a los tres años pero en España muchas veces ni los bautizan). Bien, el caso es que como demostración de lo que decía nos comentó que incluso su abuelo era polígamo.

Lo de la poligamia en Kenia, y por lo visto en toda África, es algo bastante desconcertante. Uno podría pensar que los polígamos son paganos, pero por lo visto no es así, o no en todos los casos. También hay cristianos polígamos, hindúes polígamos y, por supuesto, musulmanes polígamos. Es algo que va con el sitio: se acepta de mejor o peor grado la poligamia como algo natural. Y según he visto, es consecuencia de tener la idea tribal tan viva y tan presente.

Según nos comentó M., el keniano con el que vive N., la catalana de la que os hablé más arriba, las costumbres tribales están a la orden del día. Y no sólo la poligamia: hay una costumbre que consiste en que el que tiene trabajo sostiene a los que no. Y eso nos puede parecer muy bonito, muy generoso y muy solidario (me espanta esta palabra), pero en realidad tiene un aspecto muy negativo. Estamos hablando de que en una familia con, por ejemplo, veinte adultos (no sólo padres e hijos, también tíos y primos), tres de ellos trabajan y sostienen a los demás. Pues según nos dijo M., insisto en que keniano, ese sustento provoca que el resto de los miembros familiares no haga nada. O viva a la sopa boba, que decimos en España. Ojo, aquí vivir a la sopa boba es tener algo que llevarse a la boca, pero ningún lujo ni capricho.

Pues, insistía M., ese es uno de los motivos por los que el país no sale adelante: que muchos viven del trabajo de pocos. Ya sé que os puede parecer escandaloso, con esa mentalidad occidental que nosotros tenemos, pero os cuento lo que nos dijo M.. Y supongo que él de Kenia sabrá más que nosotros, ¿no? Bien, también nos comentó que otro motivo de la pobreza nacional es la economía sumergida: el 70% de la actividad comercial es bajo mano. Economía sumergida provocada por la profunda y endémica corrupción política en Kenia: la gente no está dispuesta a pagar unos elevadísimos impuestos a cambio de nada.

Y el tercer y, según M., más importante motivo de la miseria es la falta de educación, la ausencia de enseñanza. Actualmente la escuela primaria es gratuita (aunque no llega a todos los habitantes de Kenia), pero la secundaria es carísima y hay poquísimas plazas universitarias. Es decir, muchos de los que tienen acceso a la enseñanza secundaria (que son un porcentaje mínimo de población) luego no pueden acceder a estudios superiores por falta de plazas. Según recuerdo, los datos eran que el acceso a la universidad lo aprobaban cada año 80.000 kenianos y sólo 10.000 podían ir a la universidad.

M. nos dijo que este deficiente sistema educativo provoca un círculo vicioso: una persona con capacidad no puede acceder a estudios superiores, por lo que se ve abocado a trabajos de bajísima categoría, en los que no cobra mucho y, por tanto, no tiene dinero para que sus hijos estudien. Y otra vez la misma historia con los hijos y los nietos, y sucesivamente. Y al círculo vicioso hay que sumar los familiares que no trabajan y la corrupción en el sistema educativo (hace muy poco el ministro de Educación fue acusado de meter en su buchaca no sé cuantísimos millones robados de los libros de primaria...).

Y saliendo de este tema tan triste y sin aparente solución (al menos a corto o medio plazo) nos pasó algo bastante curioso: hace una semana y pico se nos acercó una estudiante y nos dijo que el siguiente domingo (es decir, hace dos domingos) iban a organizar una fiesta de bienvenida... ¡para nosotros! La verdad es que nos sorprendió bastante y al preguntar a otros profesores nos dijeron que no, que nunca se había hecho nada por el estilo, que la relación entre profesores y alumnos fuera de clase era casi inexistente y se mostraron aun más extrañados que nosotros. Pero el caso es que fuimos.

En el campus de la Universidad hay unos hostels donde viven los alumnos (no todos, claro está: hay más o menos doscientos viviendo aquí) y allí, en uno de los dormitorios fue la fiesta. En el dormitorio en cuestión, bastante pequeño, nos esperaban ocho o diez estudiantes ¡y sólo uno de Kenia! (que además llegó tarde). Los había de Uganda, Ruanda, Tanzania, Etiopía y creo que Somalia (de esto último no estoy muy seguro). La verdad es que fue un rato muy agradable: estuvimos charlando cada cual de su país de origen, de sus intenciones, sus proyectos y todo eso.

Y, enlazando con el tema de las tribus, nos preguntaron si en España hay tribus. No. ¿Y desde cuándo no? Desde antes de Cristo. Podéis imaginaros: revuelo, caras de sorpresa, bocas abiertas y gestos de admiración. Pues bien, un ruandés nos explicó que en su país, después de las matanzas del 94, las tribus estaban prohibidas: todos ellos eran ruandeses, y ya no son ni hutus ni tutsis. Sinceramente creo que es un gran avance, aunque me parece bastante triste que se haya tenido que pasar por un genocidio para llegar a la conclusión de que las tribus son obsoletas. Pero así es África.

Sin embargo en Kenia el asunto de las tribus, como ya os he explicado, está a la orden del día. Ya no existen las tribus como nosotros las imaginaríamos (Toro Sentado y todo eso): no hay un jefe de tribu, ni un consejo tribal, ni siquiera una estructura social propia. Pero sigue habiendo algo creo que más peligroso: la raza (o la etnia, no sé lo que corresponde). Es decir, una condición insoslayable (uno nace donde nace y con la raza que nace, y eso no lo puede cambiar) que divide a la población en más de cuarenta tribus, y éstas en dos facciones principales: bantúes y nilo-camitas.

Pero tiene también su aspecto folclórico e inofensivo: los bailes. A. y W. nos llevaron al Ranger, un restaurante en la mismísima puerta del Parque Nacional de Nairobi que por la noche se convierte en discoteca, y allí estuvimos bailando. Por cierto, que los únicos mzungu en la pista de baile éramos Natalia y yo, pero creo que nos defendimos bastante bien. Pues bien, distintas canciones que a cualquier español le sonarían igual, ellos las reconocían enseguida como kikuyu o kamba o cualquier otra tribu, y a bailar que se ponían (los de la tribu correspondiente de manera más desaforada). Fue una experiencia bastante interesante y muy divertida.

Este último fin de semana Natalia se fue de reunión de trabajo al Lago Naivasha y, aprovechando los ratos de descanso, hizo como doscientas fotos (no es broma). Seleccionaremos las mejores y alguna las compartiremos con vosotros.

Y no tengo más que contar. Por el momento. Así que hasta la próxima, que espero que sea dentro de menos de dos semanas.

D.

26 de febrero de 2010

Fotos lago Naivasha

Ahí van unas fotos. Para verlas en grande pinchad sobre ellas. Que os gusten.

Mono verde curioseando

Hipopótamo exhibicionista

El jardín del Lake Naivasha Country Club

23 de febrero de 2010

Lago Naivasha

Para abrir boca


El pasado sábado nos fuimos de excursión (parece que son los sábados los días adjudicados para salir de visita turística) con J. y su amiga L. al lago Naivasha, en el valle del Rift, como a 90 kilómetros al noroeste de Nairobi. Esta vez no hay historias de matatus, con lo que nos gustan, porque fuimos en el coche de L.

Antes de nada unos apuntes de guía de turismo: el lago Naivasha es un lago dulce de unos 150km² con gran variedad de especies africanas y antiguo (y no tan antiguo) centro de veraneo. Y el valle del Rift es una enorme raja en África, provocada por los movimientos de placas hace tropecientos millones de años, que va desde Etiopía hasta Mozambique. Vamos, que de norte a sur atraviesa casi toda África.

Pues bien, el caso es que la ida la hicimos por la carretera alta, la que va por una de las crestas del valle del Rift. El paisaje se nos hizo bastante familiar: un denso bosque repleto de pinos y abetos pero, eso sí, con una alfombra de un verde intenso que hacía imposible imaginar que estábamos en Europa (eso y los kenianos en la carretera, claro). En los laterales de la carretera, algunas chozas, algunas cabras y vacas y un montón de burros atados con cara de infinita paciencia.

Un rato después, ya cercanos a la cumbre de la cresta, en el lateral correspondiente, hay varios grupos de tiendas de turistas, con artesanías y objetos típicos, y sobre todo unos miradores al valle impresionantes (la vista, no los miradores, claro). Desde allí puede verse el valle del Rift en todo su esplendor: desde un cortado ves un enorme escalón también terminado en pico que sirve de antesala a una enorme llanura de decenas de kilómetros y allí, al otro lado, una mole gigantesca que se llama monte Longonot (datos numéricos, tan fríos y feos: la carretera está a una altitud de algo más de 2.500 metros y el monte Longonot, volcán, tiene más de 2.700 metros de altitud. El valle, en cambio, está a 1.700).

Allí, en los miradores, hicimos un descanso. J. y L. habían traído una comida exquisita: chapati. Consiste en una especie de torta que, en este caso, estaba enrollada con taquitos de jamón dentro. Y algún otro ingrediente que no sabría deciros. Lo dicho: exquisito. (Curiosidad: ni un sólo bar. Al menos en el lugar donde paramos. Aún tienen que aprender de explotación turística. ¿Os animáis?).

Por fin llegamos a Naivasha (que, además del nombre del lago, es como se llama el pueblo de al lado. Y no sé si fue antes el huevo o la gallina ni quién ha tomado el nombre de quién). Después de unas gestiones de J., fuimos al Lake Naivasha Country Club, un hotel de aspecto colonial en la orilla del lago. Tiene un jardín el hotel precioso, con un enorme prado rodeado de un tupido bosque de acacias de corteza amarilla (llamadas de la fiebre amarilla, aún no sé por qué). En el centro del prado, unos matorrales gigantes repletos de flores rojas, naranjas, azules,... Atravesando el jardín, una vereda lleva entre los árboles hasta un templete de madera al que se llega por un puentecito también de madera. Y más allá, por fin, la orilla del lago. En la vereda hay dos carteles: uno prohíbe hacer picnic y otro que advierte de que por la noche es peligroso pasear por ahí por... ¡los hipopótamos! Los animales salen por la noche del agua y pastan en esa zona (nota: según dicen, el hipopótamo es el animal que más muertes de humanos causa en África. Y, atentos, ni siquiera es depredador sino un simple herbívoro. Pero más vale no tocar las narices al gordinflón).

El lago es una maravilla, una postal africana pero en vivo. Y allí estaban, delante de nosotros: unos ocho o diez hipopótamos chapoteando. Ocasión singular de sacar la cámara y esperar pacientemente para hacer una foto de una bocaza abierta. Y todo fue así menos la paciencia: son bastante exhibicionistas los hipopótamos y no paran de abrir sus fauces y mostrar esos enormes colmillos (que, digo yo, ¿para qué querrá un herbívoro colmillos de semejante tamaño?). Así que doscientas fotos de hipopótamos. Ya seleccionaré las mejores y os enseñaré alguna.

A la vuelta al hotel para tomarnos un café antes de emprender el viaje de regreso, ¡zas!, un mono en el tejado. Un mono verde, que así se llama la especie, en postura de Buda (también tenemos fotos del simio, y si os portáis bien os las enseñaremos). Más tarde descubrimos que era toda una familia y, vaya por Dios, que es la especie de mono más fácil de ver en Kenia. Pero, qué queréis que os diga, nos hizo ilusión el encuentro de sopetón.

La vuelta la hicimos por la carretera del valle y, aparte de lo majestuoso del paisaje, aquí tuvimos la experiencia triste de la jornada: vimos tres poblados, dos de casitas y otro de tiendas de campaña, que habitan gentes que se quedaron sin su casa en las revueltas de las elecciones de finales de 2007. Es decir, que llevan dos años metidos en unos slums miserables por las peleas tribales en política.

Un detalle del valle del Rift es que lo habitan los masai, al menos en esta zona, y no es infrecuente ver alguno con su rebaño de cabras o, especialmente, de vacas. Porque los masai se dedican principalmente, si no únicamente, a la ganadería. Pero, eso sí, vestidos con ropa normal y no con esos trajes pintorescos que, supongo, los reservarán para las ocasiones (fiestas propias o impresionar al turista de turno y cobrar por ello, que también a eso se dedican).

Así que fue un gran día, el primer contacto ¡por fin! con la fauna africana. Una pena que fuese sólo un rato, pero eso ya mejorará. Y desde aquí os lo contaré.

D.

16 de febrero de 2010

Karen

La casa de Karen Blixen

El sábado pasado fuimos al Karen Blixen Museum, que es la casa donde vivió Karen Blixen (la de "Out of Africa", pero la de verdad, no Meryl Streep). El museo en cuestión está en un pueblecito llamado Karen (sí, por la mismísma Blixen) al suroeste del centro Nairobi, como a unos 20 kilómetros o así. El viaje hasta el centro lo hicimos en el autobús de la Universidad y desde allí hasta Karen en matatu. O más bien en autobús: un microbús viejito que cubre la ruta 24 (Nairobi-Karen), pero no tan grande como son los autobuses urbanos de España.

Porque éste es el otro elemento del transporte público colectivo: el bus. Los hay de muy distinto estilo, aunque siempre tienen más o menos las mismas dimensiones (no muy grandes, insisto). El modelo que más se ve es un autobús más bien alto, de unos 9 metros de largo por 3 de ancho, con la puerta de entrada casi a mitad del “fuselaje”. Pero hay otro modelo más exótico: se trata de un camión en el que la caja ha sido sustituida por el habitáculo porta-pasajeros. Tiene las mismas comodidades-incomodidades que los otros autobuses, pero es bastante gracioso ver cómo se las apañan aquí para tener un transporte público.

Porque es el negocio para un keniano medio, o mejor dicho sin estudios. Los sueldos, como no podía ser de otro modo, son minúsculos y precisamente son los dueños de matatus y autobuses los que recolectan más dinerito. Y en la cima de la pirámide salarial, los taxistas autónomos. Éstos son propietarios del coche y en un día pueden ganar con facilidad lo que otro keniano en un mes. Siempre y cuando dé servicio a los mzungu, claro, aunque pocos kenianos son los que cogen taxi. Los otros taxistas forman parte de flotas y, según nos han contado, siempre piden propina. Pero lo alucinante es que las tarifas (negociables, eso sí) son más caras en las flotas que en los independientes.

Desde luego que aquí merece la pena tener un conductor de confianza, siempre el mismo a ser posible, porque los descuentos que te hace con respecto a la tarifa “oficial” suelen ser bastante grandes. Y eso aunque uno tenga coche, que hay veces que merece la pena que te lleven en taxi antes de sacar el coche (por la noche, por ejemplo, si vas a cenar o a tomar algo por ahí).

El caso es que fuimos a Karen en bus y pudimos comprobar otra vez que es cierto que en África huele distinto, que los aromas son diferentes. Pero no siempre agradables: en el bus había una mezcla del clásico olor a choto y el sutil aroma de un corral de gallinas (por culpa de un viajero, que el autobús, por sí, estaba bastante limpio para las circunstancias).

Otro detalle sobre los autobuses: también tienen a un propio en la puerta que es el que anuncia en las paradas el trayecto que cubre el vehículo y el que cobra una vez dentro. La diferencia con los conductor de los matatus es que los de los buses te cobran una tarifa fija según el sitio al que vas y te da un ticket.

El trayecto hasta Karen es de lo más peculiar: sales del centro, del uptown, con sus enormes edificios y su circulación caótica. Más tarde, comienzan los suburbios y se pasa por decenas de talleres de carpintería y tapicería a pie de carretera, con los muebles a la vista. Detrás de los talleres, chabolas, cientos de chabolas. De vez en cuando hay un bar o una gasolinera, pero, ojo, todo sin solución de continuidad. Varios kilómetros después (y una hora si la circulación va espesa, como nos ocurrió a nosotros), la carretera se ve de pronto enmarcada por fincas enormes con casas que bien se podrían llamar palacios. Una vista colosal de no ser por los sempiternos alambres espinos (curiosidad: en España, alambre espino tienen algunas fábricas y, sobre todo, los cuarteles; pues en Nairobi todas las propiedades privadas están adornadas por el dichoso alambre, o verja electrificada en su defecto, y justo los cuarteles son los que menos seguridad parecen tener. Sí, tienen vallas y alambre, pero con unos agujeros tremendos y muchas veces con aberturas por donde puede caber un coche).

Ya por fin en Karen, pasamos el pueblo y llegamos al Museo de Karen Blixen, como dos kilómetros más para allá. Pero antes de visitar nada teníamos que comer algo, que se nos había hecho tarde. ¿Verdad que un sitio extraordinario para poner un restaurante es en la puerta de un museo? Pues no: el restaurante más cercano estaba como a quinientos metros que tenías que andar por el arcén de una carretera desierta. No hubo ningún problema, pero fue curiosísimo cómo los kenianos, acostumbrados que están a caminar por las carreteras, se extrañaban de ver a dos mzungus a pie. Y no me extraña: los mzungus que viven en esa zona no es que sean ricos, es que son la leche de ricos.

Bien. Comimos y nos volvimos al Museo. La casa de la Blixen hay que verla. Así también me vengo yo a vivir a África (bueno, y sin eso también, ya que aquí estoy). No es que la casa en sí sea demasiado grande, aunque no creo que baje de los 250m². Lo que sorprende y abruma un poco es el jardín: por un lado, frente a la casa, lleno de árboles; por otro, a un costado de la casa, diáfano; y el otro costado está cerrado con alambre-espino, pues hay una institución nutricionista en ese lado. Pues bien, la parte de delante, la de los árboles, tendrá como 2000m², y en la otra parte, la diáfana, puede caber tranquilamente un campo de fútbol y aun sobraría espacio.

El Museo es dentro de la casa, claro, pero a los no residentes les cobran 800 KES (más o menos 7’50€). Y nosotros, que todavía no tenemos los papeles de residentes, decidimos que a las pertenencias de Karen (que es lo que se ve dentro de la casa) les podían dar morcilla. Ya tendremos oportunidad de volver con la tarjeta de residente y, si no, pues nos quedamos sin verlo y santas pascuas. Aunque sin verlo, sin verlo... A decir verdad, en la parte de atrás de la casa Blixen hay unas hermosas ventanas a las que te puedes acercar y, sin sigilo ni nada parecido, ves el comedor y parte del salón. Pero la descripción se la dejo a mi mujer que fue quien miró.

Pero ahí no acaban las atracciones del lugar: en un extremo del jardín, entre la maleza, se abre una vereda que lleva a una máquina de café (no, de ésas no: la tostadora de café, industrial). Porque toda la propiedad está regada de máquinas de época: tractores, arados, tostadora, recolectora, etcétera. Y a mi juicio un poquito más de cuidado no les vendría mal (y con los 800 KES de entrada ya les da para cuidarlo).

En definitiva, merece la pena ir a visitar el sitio más que por lo que ofrece, por el ambiente que se vive. Y otro día sigo con más.

D.

7 de febrero de 2010

Matatus y tribus

Y vuelvo a la carga con mis cosas. De verdad que es una experiencia genial, aunque lo suyo es vivirla, porque sin el marco donde suceden las cosas, por muy bien descritas que estén, es imposible siquiera sospechar que es lo que se siente en esos momentos. Así que os cuento un par de cosas y algunas impresiones que, pacientemente, he ido anotando en una libreta comprada ad hoc (y anda que no mola mi libretita).

El sábado pasado montamos por primera vez en matatu, ya sabéis, lo que estos señores entienden como transporte colectivo: cientos de furgonetillas repletas que pululan por la ciudad. Pero antes de contaros nada aclaremos un par de cosas sobre los matatus. El servicio urbano de matatus tiene rutas previstas (no sé cuántas son en Nairobi, pero más de 100) y esa ruta puede modificarse sobre la marcha por cualquier motivo. Y una vez que la ruta ha variado, tú te las tienes que ingeniar para desfacer el entuerto, es decir, que el matatu sigue con la ruta cambiada y tú te buscas la vida como buenamente puedas (pero, ojo, que eso mismo pasa los domingos en Madrid con la EMT alrededor del Bernabéu). Por supuesto que existen historias para no dormir acerca de robos y secuestros a pardillos que se montaban en una ruta sin saber cuál era, pero esas historietas la verdad es que nos tienen un poco hartos: aquí basta con tener sentido común y, aunque eso no te salve de todo, desde luego no te encadena a la mesita del salón de tu casita.

Bien, volviendo a los matatus, la tripulación es de dos personas: el driver, que conduce, y el conductor, que es una mezcla de revisor y piloto y hombre anuncio y altavoz. El conductor es el que manda en la furgoneta y es el que decide los precios del viaje. Sí, existen unas tarifas más o menos estipuladas, pero en Kenia tienen un mal endémico y es que cada cual hace lo que le sale del mondongo. ¿Traducción al tema matatus? Pues que por el mismo trayecto te pueden cobrar distinto si tienes o te ven cara de pardillo, si eres nuevo, si no sabes regatear o cualquier otro motivo. También existe el regateo, por supuesto, y creo que ése es un síntoma clarísimo de la falta de seriedad: ni los transportes públicos tienen un orden y un rigor siquiera en el tema de las tarifas.

Y es que Kenia es un país rico en lo agrícola y con una industria potencial que sería bastante importante. Además, la estructura estatal prácticamente heredada de los ingleses es más que suficiente para sacar el país adelante de manera más o menos airosa. Pero no lo hace, a mi modo de ver, por dos razones: por la ya nombrada de que aquí cada cual hace lo que le da la gana y por la corrupción generalizada, especialmente política. Todavía no sé si es antes el huevo o la gallina: no sé si hay corrupción porque a la gente le da igual todo o si a la gente le da igual todo porque hay corrupción, es decir, porque no hay mandatario ni organismo con autoridad suficiente para poner orden.

Pero volvemos a los matatus. El precio se negocia antes de subirse en el vehículo y se paga durante el viaje, cuando el conductor te indica (que suele ser cuando te da una palmadita en el hombro, supongo que para que cada cual pague el precio que ha negociado sin que el resto sepa cuánto es).

El caso es que, como os decía, fuimos desde Strathmore hasta el centro con J. en un matatu y allí nuestra cicerone nos llevó a otra estación de matatus andandito. El trayecto no fue muy largo, un kilómetro o poco más, pero con un calor de muerte y, sobre todo, gente apiñada por las aceras y matatus y tuk-tuks (ya sabéis, los taxi-motocarros) jugando a ver quién se arrimaba más al peatón. Cuando llegamos a la otra zona, cerca de Moi Avenue (es decir, zona conquistada, ya que el College donde voy a clase de inglés está ahí cerca), J. nos dejó colocados en el matatu correspondiente y solitos que no fuimos hasta Village Market, o séase el mall-burbuja para occidentales, que teníamos que hacer algunas gestiones allí.

Los precios de los matatus, aunque son más o menos negociables, van de los 10KES (0,09 €) a los 50 ó 60 KES en trayectos urbanos. También hay servicio de matatus interurbanos, pero con el mismo modelo de furgonetilla. Eso todavía tenemos que probarlo, pero por lo que hemos leído, trayectos de tres o cuatro horas son 250 o 300 KES (de 2,35 a 2,85 €).

Por supuesto que en la aventurilla ésta nuestro rostro pálido era de lo más llamativo. Y eso tiene su gracia, aun con algo de desconcierto, al principio. Pero cuando todos los conductor se acercan para darte el tostón (por cierto, el conductor en las paradas se baja y empieza a gritar el destino de su matatu. Y si eres blanco pues para qué más: todos quieren que vayas donde ellos van y, alucinante, aun intentan convencerte de que es mejor ir donde ellos te dicen que donde tú quieres ir). Además, aquí tienen una palabra para denominar al blanco: mzungu (pronunciado musungu). Por lo visto es una palabra compartida por el swahili y casi todas las lenguas africanas negras. Y cuando un conductor te planta un “mzungu” te deja un poco descolocado. Y esto lo digo porque efectivamente, al menos en Nairobi, se nota cierto rechazo o cierto resquemor con los blancos. No es que nos traten mal, pero tampoco bien. Es decir, si tú preguntas algo o pides algo, te responden sin problema, pero no es rara la mirada de desconfianza o incluso de desprecio y el tono de desgana. Por supuesto que no siempre es así, pero por lo que hemos visto es más común de lo deseable.

Pero, aunque pueda parecer otra cosa, “mzungu” no tiene tono despectivo. Es decir, no es como nuestro “guiri”, sino que simplemente describe al hombre blanco. Sería más bien como nuestro “negro”, cuando no se usa despectivamente.

Porque aquí en Kenia todo el mundo habla al menos tres lenguas: el inglés, el swahili y la lengua materna, o séase la lengua tribal que se hereda por medio del padre (ya, y se llama materna...). Y es que el tema de las tribus está muy activo en Kenia y cada cual sabe no sólo a la tribu a la que él mismo pertenece sino también a la tribu a la que el otro pertenece (de hecho a veces es una de las primeras preguntas cuando la gente se conoce). Hay dos clases de tribus: los bantúes (kikuyu, kamba, etcétera) y los nilo-camitas, nilotics en inglés (luo, masai, etcétera) que provienen del norte. De hecho, la lengua que hablan los habitantes del sur de Sudán (cristianos, y que se niegan a hablar árabe como exigen los sudaneses del norte) es prácticamente igual que la de los luo.

Pues bien, entre estas dos ramas de tribus las relaciones no son todo lo buenas que pudieran. Por lo visto existe una rivalidad ancestral que cada cual justifica desde su punto de vista (que si estos vinieron del norte y nos guerrearon, que si los otros eran muy amiguitos de los ingleses y se quedaron con todo cuando los bobbies se fueron). Y esa hostilidad de vez en cuando se reanima en la actualidad en la lucha por el poder político. Por ejemplo, los kikuyu (bantúes) son la tribu más numerosa y los que más parcelas de poder de todo tipo controlan. Kenyatta, el primer presidente de Kenia independiente, era kikuyu, y esta circunstancia la esgrimen los luos (nilo-camitas) para acusar a los kikuyu de acaparar las mejores y más influyentes posiciones. Y eso podría no pasar de ahí, pero en las últimas elecciones presidenciales, en 2007, se enfrentaban Kibaki (actual presidente, kikuyu) y Odinga (luo). Por lo visto fueron unas elecciones bastante irregulares y hubo una revuelta inter-tribal con varios cientos de muertos. Casi nada. Al final llegaron a un ni pa’ ti ni pa’ mi y crearon el puesto de primer ministro para Odinga, quedándose Kibaki la presidencia.

De ese modo, sí que se pueden advertir gestos de desaprobación o de antipatía entre los bantúes o nilo-camitas cuando les hablas de los otros.

Y otro día os cuento más cosas que me tengo que ir a dormir.

D.