17 de mayo de 2010

Viaje en tren Nairobi-Mombasa

Más de un mes sin escribir, lo sé, pero al fin y al cabo hemos estado de vacaciones y nos hemos marcado un viaje a la costa keniana (Océano Índico, para los que están poco duchos en Geografía). Y, aunque el viaje duró trece días, a la vuelta no hemos parado de tener actividades de diverso tipo. Pero lo primero es lo primero: el viaje.

Teníamos ganas de conocer algo que, por lo visto, sólo queda aquí y en Rusia: hablo del tren a Mombasa. Es un tren con compartimentos y literas y vagón restaurante y todo eso, muy evocador, y que en Rusia se llama Transiberiano (que seguro que os suena más). Creo que ejemplares como éstos, kenianos y rusos, también los hay en Tanzania y algún país africano más. Porque ahí está la gracia del asunto: no es un tren-hotel de los que podemos disfrutar en Europa o América o Australia (para ser más exactos, de los que los pudientes pueden disfrutar), sino un tren con, calculo, cincuenta años, diesel, con primera, segunda y tercera clase, y tremendamente romántico (y ligeramente incómodo, algo que da más regustillo a antigüedad).

Como todo en Kenia, los horarios son flexibles y, si bien en el tren sabes a qué hora sale, siete de la tarde, (y puntualmente, algo bastante increíble por estos lares), no hay una hora de llegada concreta: entre las nueve y las once de la mañana siguiente, dicen, pero son normales los retrasos. En realidad llegamos a la una y pico de la tarde, o lo que es lo mismo, nuestro viaje en ferrocarril duró alrededor de dieciocho horas.

El viaje es muy interesante: además de los atractivos del tren (atractivos, repito, basados en lo viejito que es), lo que se ve desde las ventanillas es Kenia en estado puro. Al menos aproximadamente. El tren pasa por el Tsavo (East y West) e innumerables aldeas se reparten en los laterales de la vía durante casi todo el trayecto.

El tren, como ya os he dicho, sale a las siete de la tarde, noche cerrada en esta tierra durante todo el año. Vas dejando la ciudad atravesando slums que difícilmente ves por la oscuridad, y sus habitantes salen a observar el tren (y me temo que también a observar si hay oportunidad de afanar algo por las ventanas, pues el tren va muy lento). Un cuarto de hora después de haber partido, sirven la cena en el vagón restaurante: a los de primera, que está incluido en el billete, y a los de segunda que la pagan. La diferencia entre primera y segunda, aparte de la cena, es que en primera los compartimentos constan de una litera con dos camas, y en segunda hay dos literas y cuatro camas. Tercera es sentadito, un suplicio me imagino. Nosotros, que así de finos somos, nos metimos en primera: el billete no era caro y la diferencia de precio con segunda era muy pequeña. Y a tercera no vamos ni borrachos, al menos mientras podamos hacer el viaje nocturno durmiendo en cama.

La cena, bastante abundante, tenía un inconveniente muy común en Kenia: cuando pagas una comida o una cena nunca están incluidas las bebidas. En general no son muy caras (aunque a veces te dan un palo bastante doloroso, pero sólo a veces), pero es un poco molesto leer y releer el letrero de “todo incluido”. El caso es que coincidimos con una mexicana en la mesa y estuvimos un buen rato charlando en español. Nos retiramos a nuestro compartimento y el tren se paró hacia las nueve y pico de la noche en mitad de la nada. De cuando en cuando paraba en estaciones y subían y bajaban gente y mercancías, pero cuando paró a las nueve y pico y no había estación ni nada que se le pareciese. La marcha no se reanudó hasta pasadas las doce de la noche.

No se duerme mal en el tren de marras: el bamboleo es una especie de mecido un tanto brusco pero no demasiado incómodo. La ventana, además, cuenta con mosquitera y, aunque los puñeteros mosquitos siempre encuentran un hueco por donde pasar, la molestia del díptero oneroso (toma ya) no es demasiado grande. O al menos no lo fue para nosotros.

La mañana se coló entre las rendijas de la ajadita persiana como a las seis de la mañana. El paisaje era precioso: una vastísima llanura repleta de espinos con los troncos enrojecidos por la luz matinal, y algún que otro otero como atalaya circunspecta y calmosa. Animales no vimos ni uno, excepción hecha de algún pájaro que escoltaba durante algunos cientos de metros al tren, pero la vista era bastante nueva y bonita. El desayuno lo sirvieron a las siete en el vagón-restaurante y, una vez acabamos, nos volvimos al compartimento.

Después de dejar atrás el Tsavo (curiosidad: en el tendido de esta línea ocurrió el famoso incidente con los leones man-eaters, comedores de hombres, que costó varias decenas de vida y, lo que más les importó a los ingleses, el retraso de semanas e incluso meses en la finalización de las obras. Muy majos los ingleses en su colonización, sin duda), fueron apareciendo las aldeas en los márgenes de la vía.

La gente salía a saludar al tren y muchos, por no decir todos, pedían a los viajeros. Alguno les tiró comida, por la que discutieron, y algún otro dinero, por el que se pegaron. Los niños corrían al lado del tren a una distancia tan cercana que a cualquiera de nosotros nos hubiese costado un cachete paterno. Pero ellos estaban tan acostumbrados. Incluso, descalzos como iban, corrían sobre el picudo balasto (algo que hacía daño sólo el verlo).

En un pueblecito entre el Tsavo y Mombasa, no sé exactamente dónde, vi una escena digna de película italiana: las autoridades del pueblo, con el alcalde a la cabeza armado con la vara de mando, esperaban en el andén al oficial de policía que debía llegar para hacerse cargo del cuartelillo. Sólo fallaba que no había banda de música y, por supuesto, que todos eran negros. Si no, podría haber sido una peli de Fellini.

Según nos íbamos acercando a Mombasa, ya en el mediodía, las chozas de las aldeas cambiaban de ser de adobe a ser puramente chabolas. Así, la entrada a la isla de Mombasa está rebosante de chabolas que a su vez rodean el puerto mercantil (el mayor de África oriental) y diversos basureros. En la entrada a la ciudad, un enorme cartel publicitario no sé de qué producto, mostraba una gigantesca txapela negra y, desde el puente ferroviario de acceso a la ciudad, al otro lado del estuario se podían ver lujosas casas, palacetes con muelles privados y algún que otro yate amarrado. Y eso fue lo más bonito de Mombasa, o casi.

Pero eso ya os lo contaré otro día.