12 de julio de 2010

Pobres y campeones

Pronto os contaré la última etapa del viaje a la costa, o séase Lamu, y otros viajecitos la mar de interesantes. Pero hoy, cómo no, os voy a hablar del día de ayer, un día tremendamente interesante y profundamente emotivo.

 

Bien, el caso es que, después de comer, fuimos a visitar a un askari a su casa, askari que nos había invitado insistentemente y el tío más majo, o por ahí, que hemos encontrado en Kenia. Siempre sonriente, nos ha tratado con cariño y delicadeza sin excepción y, bueno, no sería raro tenerle como una especie de amigo. Así que a eso de las tres (ya sabéis, aquí se come a las doce o por ahí) nos fuimos a visitarle.

 

E. que se llama vive en un barrio que hay detrás de la universidad de la ACK (Iglesia Anglicana de Kenia) y, solícito, vino a buscarnos y a acompañarnos desde la carretera principal. Al principio, la calle que llevaba a su barrio estaba más o menos bien asfaltada, con algunos puestos de ropa de segunda mano en las supuestas aceras (estrictamente aquí las aceras rara vez existen). Porque eso es un dato bastante curioso: los kenianos, de forma bastante general, compran ropa de segunda mano. Todo tipo de ropa: desde zapatos hasta trajes pasando por ropa interior, camisas, pantalones, cazadoras. Todo el ajuar de segunda mano. Y es lógico: las prendas están en buen estado (aún no sé quien se deshace de esa ropa, aunque sospecho que es gente que necesita el dinero de manera urgente o, bueno, un sistema de cambiar el vestuario bastante barato) y tienen un precio de risa que casi nunca supera los doscientos chelines (dos euros).

 

Vale. Después de la primera calle, la perpendicular a la carretera principal, llegamos al susodicho barrio. Allí el asfalto desaparece entre hoyos y, una vez dentro del barrio, nunca ha existido como pavimento. La casa de E. no estaba lejos y aparcamos frente a su portal, después de atravesar tres o cuatro calles repletas de gente. Subimos al tercer piso, por supuesto allí no hay ascensor, y cerca de las escaleras nos abrió la puerta de su casa: una sola habitación de unos 9 metros cuadrados con las paredes adornas con fotos y telas y una especie de visillo alrededor de todo el cuarto. La mitad del espacio lo ocupaba la cama y estaba ésta separada del resto por una cortina que llegaba hasta el suelo. La otra parte del habitáculo la ocupaba una mesa de café cubierta por plástico y dos sillones de plástico, de esos tan típicos de las terrazas veraniegas españolas. También había una estrecha cómoda con una televisión encima ya cajas, cajones, bolsas y demás objetos repartidos alrededor, pegados a la pared. Pero, ojo, todo muy ordenado y limpio.

 

La habitación no tenía aseo, pero es bastante normal en Kenia que los aseos sean compartidos e incluso que estén fuera de los edificios, en casetitas como cambiadores de playa. En todo el edificio, y en la casa de E. también, claro, había un olor realmente raro, de humedad mezclado con decenas de olores más: especias, humanidad, carbón, comida preparándose, etcétera. Realmente no era agradable pero no fue difícil acostumbrarse, tampoco era tan horrible.

 

Al poco de llegar, apareció el hermano de E., que se llama F.. Es decir, esa habitación tan pequeña con una sola cama no muy grande la compartían dos hermanos. Y entonces sí que nos pareció impresionante el orden: dos adultos con todas sus pertenencias viviendo en 9 metros cuadrados. F. nos contó que estaba trabajando en un hotel , que es como llaman aquí a los restaurantes, tengan habitaciones o no, situado en Kibera, ya sabéis, la favela más grande de África. Y, según nos dijo, trabajaba sin salario, sólo a cambio de comida, para estar haciendo algo durante el día. También nos contó unas extrañas historias acerca de que Kibera ejerce una función de contrapeso del poder político, corrupto hasta las entrañas. Algo difícil de creer: aquí los ricos, y todos los políticos lo son, no se preocupan ni mucho ni poco de los pobres, a no ser bombardeándolos de campañas demagógicas cuando tocan elecciones.

 

Charlamos un poco y, enseguida, E. se puso a enredar a los pies de la cama (había un espacio como de dos cuartas hasta la pared): estaba preparando comida en un hornillo de aceite. Comida para nosotros (que ya habíamos comido, pero eso es irrelevante). Así, nos sirvió un plato de arroz con carne guisada a cada uno (también ellos comieron) que estaba realmente exquisito. Asimismo, sacó de no sé bien dónde una botella de Cocacola y nos sirvió a los cuatro. Daba un poco de corte que hubiesen hecho ese dispendio sólo por nuestra visita.

 

Porque, es un dato importante, aquí un askari cobra entre tres mil y cinco mil chelines (de treinta a cincuenta euros). Mensuales. Y los dos hermanos viven sólo con ese sueldo, aunque F. habitualmente coma en el trabajo. Por eso una sola habitación, por eso en ese barrio.

 

Seguimos hablando un rato, mientras comíamos, y nos reímos bastante: los dos hermanos tenían (tienen) un gran sentido del humor y risa fácil, algo difícil de imaginar en un europeo que viva en semejantes condiciones. Después de comer, salí a un balcón cercano a fumar. El paisaje era realmente desesperanzador: decenas de edificios desperdigados sin orden, construidos con bloques de cemento sin cubrir. Una vista gris, tristísima, paupérrima.

 

Una vez de vuelta en la habitación, estuvimos como tres cuartos de hora más (en total como hora y media, que las visitas no hay que alargarlas mucho, ni en Kenia ni en España ni en ningún lado) y les dijimos que nos íbamos. Sorprendidos, nos acompañaron al coche y, con nosotros, vinieron hasta la carretera principal.

 

Sospechamos que querían pedirnos dinero: es algo realmente habitual entre los kenianos, conocer a un mzungu, aun durante un rato, y ¡zas! pedir dinero. No les dio tiempo o quizás les dio vergüenza pedirlo. Ya veremos cómo de desarrollan los acontecimientos, pero quizás no sería mala cosa financiarle unos estudios a E., un tío la verdad que bastante espabilado e inteligente.

 

Volvimos a casa y, después de descansar un rato nos fuimos a una cita bastante peculiar: ¡final de España en casa del embajador! (de España, aclaro innecesariamente). Así es: el embajador invitó a toda la colonia española en Nairobi a ver la final del Mundial en su casa, un palacete en mitad de un enorme jardín que más parecía un parque (y no de los pequeños) que jardín doméstico. Todo estaba muy bien preparado en la zona de la piscina, con dos carpas con sendas pantallas gigantes, decenas de sillones de plástico y algunas mesas altas con centros de flores (rosas rojas y amarillas, como es de ley en esta ocasión).

 

Nos juntamos alrededor de doscientas personas y, después de saborear una riquísima sangría, vino blanco, jamoncito serrano, queso semicurado probablemente manchego y lo más parecido al pan que hemos visto por estas tierras, y por supuesto la mítica tortilla de patatas, comenzó el partido. En una carpa estaban los tranquilos, en la otra el resto (incluyéndonos a nosotros): los exaltados con bufandas y banderas y pinturas en las mejillas formando la enseña nacional. Camisetas, polos, jerséis y otros tipos de prendas rojos como la sangre, y algún gorrito con la bandera de España (caso curioso: una residente española había recibido a seis amigas compatriotas de visita y, vaya por Dios, coincidió con la final y allí que se vinieron las siete). Y no sólo había españoles, también algunos kenianos maridos, novios o amigos de los anfitriones (que, hacia ellos, éramos todos). Y, al loro, un holandés que está casado con una española. Que también son ganas, dicho esto sin acritud.

 

Como digo, el partido comenzó: técnica por un tubo, ergo mucho centro del campo, ergo bastante tostón para los no expertos. Pero la emoción que tampoco faltaba en los intentos de Villa, de Pedro, de Ramos, la aumentábamos nosotros con nuestros gritos y cantos.

 

Llegó el descanso y fue entonces cuando sacaron la cena: samosas kenianas y paella de carne y pescado. Y comenzó la segunda parte: si el juego holandés fue sucio en la primera, en la segunda daba asco. Y el árbitro sacando brillo a su calva y reprendiendo como un padre bondadoso a quienes se merecían roja desde el primer momento. Y nosotros, ansiosos, enervados, acordándonos de toda la familia del holandés de turno o del árbitro inglés prima donna.

 

Fin de la segunda parte, caras de cansancio, conversaciones rápidas  y fugaces, y más gritos y lemas. Comenzó la prórroga, más suciedad holandesa, más brillantez española, más nervios, más vehemencia nuestra. Y al final de la segunda parte de la prórroga, rogando nosotros a Dios para no llegar a los penaltis, ya todos de pie por el ansia, ¡zas!, el quijote Iniesta marcó el gol. Gritos, besos, abrazos, saltos e, inmediatamente (y quizás prematuramente) el consabido "Campeones, campeones, oe oe oeee". Pocos minutos más y... llegó el acabóse, la histeria, la alegría: "Yo soy español, español, español", "España entera se va de borrachera", "Holandés el que no bote", "España, España, España". Bailes, saltos imposibles, abrazos a diestro y siniestro. España campeona del Mundial, casi ná.

 

Seguimos viendo la retransmisión del evento: vuelta de honor española, recogida de medallas, mala educación holandesa, y por fin, la Copa. Somos los campeones, los once del campo y todos los millones de españoles alrededor del mundo. Y nosotros hemos visto la epopeya en Kenia, al laíto de casa.

 

¡Viva España!


6 de julio de 2010

Viaje a la costa: Malindi

Como seguro que ya sabéis, el negro, el rojo y el verde son los colores de la bandera keniana, dispuestos por ese orden de arriba a abajo en franjas horizontales, y separadas las franjas por gruesas líneas blancas. Y precisamente esos colores fueron lo que vimos en el trayecto de Mombasa a Malindi: el blanco refulgente de las nubes, el verde chillón de la vegetación exuberante, el rojo vivo de la tierra arcillosa y, por supuesto, el negro ébano de los oriundos. O, exactamente, de parte de ellos.

 

Porque aquí, como os decía, hay distintas razas conviviendo mal que bien. Es la tierra de la cultura suahili, una especie de mezcla entre lo africano y lo árabe con ciertas pinceladas portuguesas e indias. Así, en cuanto a gente, te los encuentras árabes, negros, indios y algunos mestizos de los dos primeros (los indios, ya os dije, son bastante racistas y no se mezclan, y mucho menos con los negros que consideran inferiores). En cuanto a arquitectura y arte resulta para los españoles bastante familiar: es como la andalusí (no confundir con andaluz, por favor), pero en pobre. Y hay una excepción, una exclusiva: las puertas suahili (y otro tipo de muebles basados en esas puertas): generalmente son de dos hojas separadas por un dintel y rematadas por un arco con frontispicio. En las hojas hay infinidad de adornos africanos pero, eso sí, ninguna figura humana y casi nunca animal, influencia del Islam. En el arco, jeribeques y filigranas musulmanas que realmente recuerdan a las que podemos encontrar en España, incluso en el mudéjar.

 

En cualquier caso, en el trayecto Mombasa-Malindi no encuentras apenas muestras de cultura suahili: apenas unos poblados de chozas de adobe, coloradísimas por el barro, y con techos de hojas de palmera. Algo realmente curioso, y bonito. Las aldeítas rara vez superan la media docena de chozas y, de cuando en cuando, encuentras alguna misión cristiana, católica o protestante, con colegio y toda la pesca. Los aldeanos deben vivir de la agricultura y, en menor medida, de la ganadería: vastísimos campos sembrados y plantaciones de palmeras y aloe-vera con algún baobab estorbando en medio.

 

Porque aquí, no sé si en todo Kenia o sólo en la costa, el baobab es un árbol sagrado. O lo que es lo mismo, intocable. Son las costumbres ancestrales que se mantienen impermeables a la influencia occidental y cristiana. Así, tanto el las plantaciones como en el campo salvaje, hay decenas de baobab con sus retorcidas ramas hacia el cielo, como si sufriesen e implorasen. El tronco, enorme, parece hinchado y las raíces asoman sobre la tierra. No es un árbol que tenga demasiadas hojas, al menos en este lado del mundo, y eso le da un aspecto más tétrico y, a la vez, más extrañamente atractivo.

 

El resto de la vegetación, salvaje, se entrelaza consigo misma y, en ocasiones, forman paredes impenetrables. Sin embargo, miles de acacias llenan el paisaje, cortando el cielo con su follaje en forma de estrato, de veta. Y entre las acacias y los baobab, cabras y vacas y burros pastan mientras miran al autobús con paciencia.

 

Dentro del autobús, el pasaje era de lo más variopinto: desde negros con vestimenta típicamente africana, colores vívidos y tocados exagerados en las mujeres, hasta musulmanes con sus chilabas y musulmanas con su niqab, cubiertas hasta las muñecas. Y, por supuesto, dos mzungu como nota exótica.

 

Como os avancé, el trayecto duró cuatro insufribles horas y el autobús paraba en mitad de la carretera para recoger o dejar a cualquiera que lo pidiese. Tenía el vehículo una baca repleta y, casi cada vez que paraba, había que hacer la misma operación de desatar, reordenar, atar, cargar, volver a atar y volver a reordenar. Vamos, para unas prisas.

 

Paramos en dos pueblos, Kisili y Watamu, o más concretamente en su estación de autobuses, o algo parecido. Los vendedores, ansiosos, se acercaban a las ventanillas para ofrecer productos de todo tipo: generalmente comida, pero también artesanías y, increíble, triángulos reflectantes para el coche. Que digo yo, si alguien viaja en autobús muy útil no le va a ser un triángulo reflectante. Pero ellos lo intentan.

 

Por supuesto, el ansia de los vendedores crece y casi se convierte en histerismo cuando descubre, vaya por Dios, que tú eres un mzungu. Entonces se forma bajo tu ventanilla una especie de tumulto, con codazos, empujones, gritos y discusiones de todo tipo. Y peor si quieres comprar algo, porque entonces la pelea se vuelve más violenta para ver quién te lo vende.

 

Por fin llegamos a Malindi y, una vez bajamos del autobús, cogimos un tuk-tuk que nos llevase a nuestro hotel. En Malindi hay matatus, cómo no, pero para ir a otras ciudades. Para el transporte por el pueblo (porque Malindi no es demasiado grande) lo que se usa son tuk-tuk, todos de la marca Vespa (Ape que se llama aquí). Y eso no es casualidad: Malindi está llena de italianos. Por lo visto, durante muchos años ha sido el centro turístico italiano más importante en la costa keniana y se deja notar: infinidad de restaurantes italianos y tiendas de ropa italiana siembran las calles de Malindi. Y, claro, bastantes italianos que vienen y van.

 

Es bastante curioso el hecho de que allí, en Malindi, hay lugareños que no hablan apenas inglés (la lengua importante allí es el kiswahili, suahili para los amigos), y sin embargo prácticamente todo el mundo chapurrea algo de italiano. Que al fin y al cabo son los que se gastan el dinero allí. O se gastaban, que por lo visto la crisis europea también se nota en Malindi en cuanto al descenso enorme de visitantes.

 

Así, el aspecto de la zona turística es decadente: hoteles con muy buena pinta tienen las fachadas sin pintar, las verjas rotas, los accesos sin nivelar y otros detalles de dejadez probablemente causada por la falta de fondos. El mobiliario también es viejo y ajado y, aunque las piscinas están en buen estado, las tumbonas, toallas, cojines y demás, sinceramente, dan un poquito de asco. La comida del hotel donde nos alojamos, sin embargo, era bastante rica y la atención de los empleados, con alguna excepción, bastante buena.

 

Cambiando de tercio, Malindi fue usado por los portugueses como punto intermedio entre Mombasa y Lamu y probablemente la única atracción histórica es una columna para la orientación de los barcos puesta allí por Vasco de Gama.

 

La atracción turística en Malindi es la playa y, eso sí, una reserva marina donde se puede bucear entre arrecifes de coral y cientos de especies de peces. Además, según dicen, es bastante fácil encontrarse con algún delfín que juguetea con los visitantes. Pero todo eso quedó inédito para nosotros: por supuesto fuimos a la reserva marina pero, temporada baja, el agua estaba turbia por los lodos que los ríos llevan al mar en la época de lluvias. Y, claro, no permitían bucear (aunque tampoco había nada que ver, tal era la saturación de lodo en el agua).

 

Gracias a Dios, Malindi sólo era para nosotros una parada intermedia entre Mombasa y Lamu (si desde Mombasa a Malindi, que están más o menos cerca, tardamos cuatro horas, imaginad lo que hubiésemos tardado a Lamu, que está a más del triple de distancia). Así que, tranquilamente, descansamos, nos dimos algún paseo, visitamos infructuosamente la reserva marina y poco más.

 

Y día y medio después partimos en avión a Lamu. Pero eso lo contaré otro día.