21 de marzo de 2011

Retomando que es gerundio

Retomo sin más el blog, que reconozco que lo que he tenido demasiado abandonado. Estos meses han pasado infinidad de cosas y, aunque aún no he contado nuestra última etapa en el viaje a la costa de hace un año casi, creo que no merece la pena retomar desde donde lo dejé. Si viene a cuento, os diré cosas sobre otros sitios donde hemos estado, como los lagos Baringo y Bogoria (por el momento el sitio más bonito que hemos visto), el viaje a Eldoret, la visita al padre Alejandro y su escuela para discapacitados, la temporada que pasamos en un colegio para refugiados francófonos y fiestas de expatriados varias, torneo de mus incluido. Tampoco os contaré si no sale a colación nada de nuestros nuevos amigos españoles o hispanohablantes, dimes y diretes de la universidad ni planes de futuro, porque creo que nos quedaríamos dando vueltas a diecisiete temas y no saldríamos nunca adelante. Sí os digo que, en lo esencial, todo sigue más o menos igual: Natalia sigue enseñando y disfrutando con su trabajo y yo sigo buscando un empleo, cosa harto difícil de conseguir.

 

Así que empiezo por esta misma semana, y a ver si cogiéndolo a partir de aquí, podemos continuar, yo escribiendo y vosotros leyendo, nuestra historia en África, nuestro descubrimiento del continente negro.

 

Esta semana llegó, puntual como un reloj, la estación de lluvias. En contra de lo que afirmé hace un año, por lo visto esta temporada de lluvias es la más larga y húmeda. Realmente, la diferencia entre estación seca y estación de lluvia es bastante grande, pero no hay una diferencia radical en cuanto a la vida: si bien en la estación seca algún día aislado llueve, en la estación húmeda no llueve todos los días. Las lluvias aquí suelen ser cortas, chaparrones bestiales, gigantes, brutales que no duran más que unas horas. Así, el viernes empezó como digo la estación de lluvias. La tierra roja como la sangre, seca y necesitada, recibió la lluvia como agua de mayo (o, mejor dicho, de marzo) y ocurrió un efecto bastante curioso.

 

Nairobi está a mil setecientos metros de altitud, a varios cientos de kilómetros de la costa más cercana, con un río que merecería el nombre de arroyo y con la vegetación propia de la sabana boscosa. Es decir, no es un sitio húmedo aunque, eso sí, en la misma ciudad hay algunos bosques frondosos, de vegetación exuberante y descontrolada. Pues bien, el primer día de la estación de lluvias la tierra, recalentada durante meses por el sol africano, sol que realmente muerde, convertía el primer chaparrón en vapor (no de manera apreciable, más que por el efecto). Así que durante el viernes, como si se tratase de una enorme sauna, la saturación de humedad creció hasta niveles dignos de la costa. Sigue haciendo calor, el verano acaba de terminar, y con la humedad que os cuento, ese calor se convirtió en pegajoso, en bastante menos soportable.

 

Todo vuelve a una relativa normalidad durante el primer o segundo día de la estación húmeda. Los chaparrones al principio de la estación suelen ser más largos y, con la renovación de la lluvia (el viernes llovió toda la tarde y toda la noche, casi sin descanso), la sensación de sauna se va aminorando y, aunque todo alrededor sea agua, sea lluvia, refresca bastante y el ambiente es mucho más agradable.

 

Los chaparrones aquí, como os digo, son brutales: millones de gotas del tamaño de una pelota de ping-pong que, en media hora, formas auténticos ríos en casi todas las vaguadas. La red de alcantarillado en Nairobi o brilla por su ausencia en la mayor parte de la ciudad o, en el centro, es claramente incapaz de asumir semejante cantidad de agua en tan poco tiempo. Así te encuentras atravesando ríos como si estuvieses en un rally de aventura, en un Camel Trophy o algo por el estilo, cuando en realidad estás yendo o viniendo de hacer la compra, de comer en un restaurante, de visitar a un amigo o de hacer cualquier otro recado. La sensación es realmente extraña: sigues estando en tu ciudad, no hay duda, y las calles siguen siendo las mismas, pero lo que te rodea tiene un aspecto totalmente distinto, atractivo. Y sientes una especie de riesgo que, en realidad no existe: sigues estando en tu ciudad y nada nuevo que no sea calarte puede ocurrirte (ojo, en Nairobi siempre hay algún tipo de riesgo, especialmente en lo relacionado con la delincuencia, pero eso lo doy por supuesto). Gracias a Dios, el coche que nos compramos es un todo terreno, y sin duda es el mejor modo de evitar averías en las vaguadas o que las ruedas tractoras rueden sin agarrar.

 

Porque sí, finalmente nos compramos un coche, hace cosa de un año. Vivir en Nairobi sin coche, para un blanco, es algo realmente complicado. Existe, como ya conté, una especie de red de transporte público, los famosos matatu. Y que conste que la hemos usado muchas veces. Pero una vez que anochece, es imprudente que un blanco se monte en un matatu. Y no es algo que se me ocurra a mí, por ser demasiado aprehensivo o exagerado: es algo que te dicen con convicción los propios kenianos. Ni para ellos es seguro y los blancos, aquí, son sin lugar a dudas un cebo extraordinario para los ladrones (los blancos, siempre, son para ellos símbolo de riqueza, por mucho que realmente no sean ricos, o al menos lo que nosotros en Europa entendemos como ricos). Y otro detalle respecto al coche: me he sacado el carnet de conducir aquí. En España nunca jamás había conducido y aquí se te complica la existencia bastante si no conduces, Así que me examiné y conseguí la licencia. Lo cierto es que es algo realmente interesante, conducir por estas calles llenas de, estoy seguro, suicidas y psicópatas, a juzgar por su manera de conducir. Como resumen a la conducción en Nairobi se puede decir que existen dos reglas: la primera es si físicamente puedo hacerlo, lo hago. Es decir, las poquísimas señales que existen son de verdad inútiles, ya que nadie les hace caso. Pero ni siquiera tienes que cortarte al ir en contradirección, o por fuera del asfalto, o crear un nuevo carril en una carretera de doble sentido. Por no hacer caso no se le hace ni a los policías que, frustrados, miran al cielo y dejan pasar el tiempo. Y la segunda regla es que no me mate. Esta regla es bastante relativa: hay operaciones de conducción, especialmente durante los adelantamientos, que en España pondrían los pelos de punta hasta a los calvos.

 

(CONTINUARÁ)