26 de febrero de 2010

Fotos lago Naivasha

Ahí van unas fotos. Para verlas en grande pinchad sobre ellas. Que os gusten.

Mono verde curioseando

Hipopótamo exhibicionista

El jardín del Lake Naivasha Country Club

23 de febrero de 2010

Lago Naivasha

Para abrir boca


El pasado sábado nos fuimos de excursión (parece que son los sábados los días adjudicados para salir de visita turística) con J. y su amiga L. al lago Naivasha, en el valle del Rift, como a 90 kilómetros al noroeste de Nairobi. Esta vez no hay historias de matatus, con lo que nos gustan, porque fuimos en el coche de L.

Antes de nada unos apuntes de guía de turismo: el lago Naivasha es un lago dulce de unos 150km² con gran variedad de especies africanas y antiguo (y no tan antiguo) centro de veraneo. Y el valle del Rift es una enorme raja en África, provocada por los movimientos de placas hace tropecientos millones de años, que va desde Etiopía hasta Mozambique. Vamos, que de norte a sur atraviesa casi toda África.

Pues bien, el caso es que la ida la hicimos por la carretera alta, la que va por una de las crestas del valle del Rift. El paisaje se nos hizo bastante familiar: un denso bosque repleto de pinos y abetos pero, eso sí, con una alfombra de un verde intenso que hacía imposible imaginar que estábamos en Europa (eso y los kenianos en la carretera, claro). En los laterales de la carretera, algunas chozas, algunas cabras y vacas y un montón de burros atados con cara de infinita paciencia.

Un rato después, ya cercanos a la cumbre de la cresta, en el lateral correspondiente, hay varios grupos de tiendas de turistas, con artesanías y objetos típicos, y sobre todo unos miradores al valle impresionantes (la vista, no los miradores, claro). Desde allí puede verse el valle del Rift en todo su esplendor: desde un cortado ves un enorme escalón también terminado en pico que sirve de antesala a una enorme llanura de decenas de kilómetros y allí, al otro lado, una mole gigantesca que se llama monte Longonot (datos numéricos, tan fríos y feos: la carretera está a una altitud de algo más de 2.500 metros y el monte Longonot, volcán, tiene más de 2.700 metros de altitud. El valle, en cambio, está a 1.700).

Allí, en los miradores, hicimos un descanso. J. y L. habían traído una comida exquisita: chapati. Consiste en una especie de torta que, en este caso, estaba enrollada con taquitos de jamón dentro. Y algún otro ingrediente que no sabría deciros. Lo dicho: exquisito. (Curiosidad: ni un sólo bar. Al menos en el lugar donde paramos. Aún tienen que aprender de explotación turística. ¿Os animáis?).

Por fin llegamos a Naivasha (que, además del nombre del lago, es como se llama el pueblo de al lado. Y no sé si fue antes el huevo o la gallina ni quién ha tomado el nombre de quién). Después de unas gestiones de J., fuimos al Lake Naivasha Country Club, un hotel de aspecto colonial en la orilla del lago. Tiene un jardín el hotel precioso, con un enorme prado rodeado de un tupido bosque de acacias de corteza amarilla (llamadas de la fiebre amarilla, aún no sé por qué). En el centro del prado, unos matorrales gigantes repletos de flores rojas, naranjas, azules,... Atravesando el jardín, una vereda lleva entre los árboles hasta un templete de madera al que se llega por un puentecito también de madera. Y más allá, por fin, la orilla del lago. En la vereda hay dos carteles: uno prohíbe hacer picnic y otro que advierte de que por la noche es peligroso pasear por ahí por... ¡los hipopótamos! Los animales salen por la noche del agua y pastan en esa zona (nota: según dicen, el hipopótamo es el animal que más muertes de humanos causa en África. Y, atentos, ni siquiera es depredador sino un simple herbívoro. Pero más vale no tocar las narices al gordinflón).

El lago es una maravilla, una postal africana pero en vivo. Y allí estaban, delante de nosotros: unos ocho o diez hipopótamos chapoteando. Ocasión singular de sacar la cámara y esperar pacientemente para hacer una foto de una bocaza abierta. Y todo fue así menos la paciencia: son bastante exhibicionistas los hipopótamos y no paran de abrir sus fauces y mostrar esos enormes colmillos (que, digo yo, ¿para qué querrá un herbívoro colmillos de semejante tamaño?). Así que doscientas fotos de hipopótamos. Ya seleccionaré las mejores y os enseñaré alguna.

A la vuelta al hotel para tomarnos un café antes de emprender el viaje de regreso, ¡zas!, un mono en el tejado. Un mono verde, que así se llama la especie, en postura de Buda (también tenemos fotos del simio, y si os portáis bien os las enseñaremos). Más tarde descubrimos que era toda una familia y, vaya por Dios, que es la especie de mono más fácil de ver en Kenia. Pero, qué queréis que os diga, nos hizo ilusión el encuentro de sopetón.

La vuelta la hicimos por la carretera del valle y, aparte de lo majestuoso del paisaje, aquí tuvimos la experiencia triste de la jornada: vimos tres poblados, dos de casitas y otro de tiendas de campaña, que habitan gentes que se quedaron sin su casa en las revueltas de las elecciones de finales de 2007. Es decir, que llevan dos años metidos en unos slums miserables por las peleas tribales en política.

Un detalle del valle del Rift es que lo habitan los masai, al menos en esta zona, y no es infrecuente ver alguno con su rebaño de cabras o, especialmente, de vacas. Porque los masai se dedican principalmente, si no únicamente, a la ganadería. Pero, eso sí, vestidos con ropa normal y no con esos trajes pintorescos que, supongo, los reservarán para las ocasiones (fiestas propias o impresionar al turista de turno y cobrar por ello, que también a eso se dedican).

Así que fue un gran día, el primer contacto ¡por fin! con la fauna africana. Una pena que fuese sólo un rato, pero eso ya mejorará. Y desde aquí os lo contaré.

D.

16 de febrero de 2010

Karen

La casa de Karen Blixen

El sábado pasado fuimos al Karen Blixen Museum, que es la casa donde vivió Karen Blixen (la de "Out of Africa", pero la de verdad, no Meryl Streep). El museo en cuestión está en un pueblecito llamado Karen (sí, por la mismísma Blixen) al suroeste del centro Nairobi, como a unos 20 kilómetros o así. El viaje hasta el centro lo hicimos en el autobús de la Universidad y desde allí hasta Karen en matatu. O más bien en autobús: un microbús viejito que cubre la ruta 24 (Nairobi-Karen), pero no tan grande como son los autobuses urbanos de España.

Porque éste es el otro elemento del transporte público colectivo: el bus. Los hay de muy distinto estilo, aunque siempre tienen más o menos las mismas dimensiones (no muy grandes, insisto). El modelo que más se ve es un autobús más bien alto, de unos 9 metros de largo por 3 de ancho, con la puerta de entrada casi a mitad del “fuselaje”. Pero hay otro modelo más exótico: se trata de un camión en el que la caja ha sido sustituida por el habitáculo porta-pasajeros. Tiene las mismas comodidades-incomodidades que los otros autobuses, pero es bastante gracioso ver cómo se las apañan aquí para tener un transporte público.

Porque es el negocio para un keniano medio, o mejor dicho sin estudios. Los sueldos, como no podía ser de otro modo, son minúsculos y precisamente son los dueños de matatus y autobuses los que recolectan más dinerito. Y en la cima de la pirámide salarial, los taxistas autónomos. Éstos son propietarios del coche y en un día pueden ganar con facilidad lo que otro keniano en un mes. Siempre y cuando dé servicio a los mzungu, claro, aunque pocos kenianos son los que cogen taxi. Los otros taxistas forman parte de flotas y, según nos han contado, siempre piden propina. Pero lo alucinante es que las tarifas (negociables, eso sí) son más caras en las flotas que en los independientes.

Desde luego que aquí merece la pena tener un conductor de confianza, siempre el mismo a ser posible, porque los descuentos que te hace con respecto a la tarifa “oficial” suelen ser bastante grandes. Y eso aunque uno tenga coche, que hay veces que merece la pena que te lleven en taxi antes de sacar el coche (por la noche, por ejemplo, si vas a cenar o a tomar algo por ahí).

El caso es que fuimos a Karen en bus y pudimos comprobar otra vez que es cierto que en África huele distinto, que los aromas son diferentes. Pero no siempre agradables: en el bus había una mezcla del clásico olor a choto y el sutil aroma de un corral de gallinas (por culpa de un viajero, que el autobús, por sí, estaba bastante limpio para las circunstancias).

Otro detalle sobre los autobuses: también tienen a un propio en la puerta que es el que anuncia en las paradas el trayecto que cubre el vehículo y el que cobra una vez dentro. La diferencia con los conductor de los matatus es que los de los buses te cobran una tarifa fija según el sitio al que vas y te da un ticket.

El trayecto hasta Karen es de lo más peculiar: sales del centro, del uptown, con sus enormes edificios y su circulación caótica. Más tarde, comienzan los suburbios y se pasa por decenas de talleres de carpintería y tapicería a pie de carretera, con los muebles a la vista. Detrás de los talleres, chabolas, cientos de chabolas. De vez en cuando hay un bar o una gasolinera, pero, ojo, todo sin solución de continuidad. Varios kilómetros después (y una hora si la circulación va espesa, como nos ocurrió a nosotros), la carretera se ve de pronto enmarcada por fincas enormes con casas que bien se podrían llamar palacios. Una vista colosal de no ser por los sempiternos alambres espinos (curiosidad: en España, alambre espino tienen algunas fábricas y, sobre todo, los cuarteles; pues en Nairobi todas las propiedades privadas están adornadas por el dichoso alambre, o verja electrificada en su defecto, y justo los cuarteles son los que menos seguridad parecen tener. Sí, tienen vallas y alambre, pero con unos agujeros tremendos y muchas veces con aberturas por donde puede caber un coche).

Ya por fin en Karen, pasamos el pueblo y llegamos al Museo de Karen Blixen, como dos kilómetros más para allá. Pero antes de visitar nada teníamos que comer algo, que se nos había hecho tarde. ¿Verdad que un sitio extraordinario para poner un restaurante es en la puerta de un museo? Pues no: el restaurante más cercano estaba como a quinientos metros que tenías que andar por el arcén de una carretera desierta. No hubo ningún problema, pero fue curiosísimo cómo los kenianos, acostumbrados que están a caminar por las carreteras, se extrañaban de ver a dos mzungus a pie. Y no me extraña: los mzungus que viven en esa zona no es que sean ricos, es que son la leche de ricos.

Bien. Comimos y nos volvimos al Museo. La casa de la Blixen hay que verla. Así también me vengo yo a vivir a África (bueno, y sin eso también, ya que aquí estoy). No es que la casa en sí sea demasiado grande, aunque no creo que baje de los 250m². Lo que sorprende y abruma un poco es el jardín: por un lado, frente a la casa, lleno de árboles; por otro, a un costado de la casa, diáfano; y el otro costado está cerrado con alambre-espino, pues hay una institución nutricionista en ese lado. Pues bien, la parte de delante, la de los árboles, tendrá como 2000m², y en la otra parte, la diáfana, puede caber tranquilamente un campo de fútbol y aun sobraría espacio.

El Museo es dentro de la casa, claro, pero a los no residentes les cobran 800 KES (más o menos 7’50€). Y nosotros, que todavía no tenemos los papeles de residentes, decidimos que a las pertenencias de Karen (que es lo que se ve dentro de la casa) les podían dar morcilla. Ya tendremos oportunidad de volver con la tarjeta de residente y, si no, pues nos quedamos sin verlo y santas pascuas. Aunque sin verlo, sin verlo... A decir verdad, en la parte de atrás de la casa Blixen hay unas hermosas ventanas a las que te puedes acercar y, sin sigilo ni nada parecido, ves el comedor y parte del salón. Pero la descripción se la dejo a mi mujer que fue quien miró.

Pero ahí no acaban las atracciones del lugar: en un extremo del jardín, entre la maleza, se abre una vereda que lleva a una máquina de café (no, de ésas no: la tostadora de café, industrial). Porque toda la propiedad está regada de máquinas de época: tractores, arados, tostadora, recolectora, etcétera. Y a mi juicio un poquito más de cuidado no les vendría mal (y con los 800 KES de entrada ya les da para cuidarlo).

En definitiva, merece la pena ir a visitar el sitio más que por lo que ofrece, por el ambiente que se vive. Y otro día sigo con más.

D.

7 de febrero de 2010

Matatus y tribus

Y vuelvo a la carga con mis cosas. De verdad que es una experiencia genial, aunque lo suyo es vivirla, porque sin el marco donde suceden las cosas, por muy bien descritas que estén, es imposible siquiera sospechar que es lo que se siente en esos momentos. Así que os cuento un par de cosas y algunas impresiones que, pacientemente, he ido anotando en una libreta comprada ad hoc (y anda que no mola mi libretita).

El sábado pasado montamos por primera vez en matatu, ya sabéis, lo que estos señores entienden como transporte colectivo: cientos de furgonetillas repletas que pululan por la ciudad. Pero antes de contaros nada aclaremos un par de cosas sobre los matatus. El servicio urbano de matatus tiene rutas previstas (no sé cuántas son en Nairobi, pero más de 100) y esa ruta puede modificarse sobre la marcha por cualquier motivo. Y una vez que la ruta ha variado, tú te las tienes que ingeniar para desfacer el entuerto, es decir, que el matatu sigue con la ruta cambiada y tú te buscas la vida como buenamente puedas (pero, ojo, que eso mismo pasa los domingos en Madrid con la EMT alrededor del Bernabéu). Por supuesto que existen historias para no dormir acerca de robos y secuestros a pardillos que se montaban en una ruta sin saber cuál era, pero esas historietas la verdad es que nos tienen un poco hartos: aquí basta con tener sentido común y, aunque eso no te salve de todo, desde luego no te encadena a la mesita del salón de tu casita.

Bien, volviendo a los matatus, la tripulación es de dos personas: el driver, que conduce, y el conductor, que es una mezcla de revisor y piloto y hombre anuncio y altavoz. El conductor es el que manda en la furgoneta y es el que decide los precios del viaje. Sí, existen unas tarifas más o menos estipuladas, pero en Kenia tienen un mal endémico y es que cada cual hace lo que le sale del mondongo. ¿Traducción al tema matatus? Pues que por el mismo trayecto te pueden cobrar distinto si tienes o te ven cara de pardillo, si eres nuevo, si no sabes regatear o cualquier otro motivo. También existe el regateo, por supuesto, y creo que ése es un síntoma clarísimo de la falta de seriedad: ni los transportes públicos tienen un orden y un rigor siquiera en el tema de las tarifas.

Y es que Kenia es un país rico en lo agrícola y con una industria potencial que sería bastante importante. Además, la estructura estatal prácticamente heredada de los ingleses es más que suficiente para sacar el país adelante de manera más o menos airosa. Pero no lo hace, a mi modo de ver, por dos razones: por la ya nombrada de que aquí cada cual hace lo que le da la gana y por la corrupción generalizada, especialmente política. Todavía no sé si es antes el huevo o la gallina: no sé si hay corrupción porque a la gente le da igual todo o si a la gente le da igual todo porque hay corrupción, es decir, porque no hay mandatario ni organismo con autoridad suficiente para poner orden.

Pero volvemos a los matatus. El precio se negocia antes de subirse en el vehículo y se paga durante el viaje, cuando el conductor te indica (que suele ser cuando te da una palmadita en el hombro, supongo que para que cada cual pague el precio que ha negociado sin que el resto sepa cuánto es).

El caso es que, como os decía, fuimos desde Strathmore hasta el centro con J. en un matatu y allí nuestra cicerone nos llevó a otra estación de matatus andandito. El trayecto no fue muy largo, un kilómetro o poco más, pero con un calor de muerte y, sobre todo, gente apiñada por las aceras y matatus y tuk-tuks (ya sabéis, los taxi-motocarros) jugando a ver quién se arrimaba más al peatón. Cuando llegamos a la otra zona, cerca de Moi Avenue (es decir, zona conquistada, ya que el College donde voy a clase de inglés está ahí cerca), J. nos dejó colocados en el matatu correspondiente y solitos que no fuimos hasta Village Market, o séase el mall-burbuja para occidentales, que teníamos que hacer algunas gestiones allí.

Los precios de los matatus, aunque son más o menos negociables, van de los 10KES (0,09 €) a los 50 ó 60 KES en trayectos urbanos. También hay servicio de matatus interurbanos, pero con el mismo modelo de furgonetilla. Eso todavía tenemos que probarlo, pero por lo que hemos leído, trayectos de tres o cuatro horas son 250 o 300 KES (de 2,35 a 2,85 €).

Por supuesto que en la aventurilla ésta nuestro rostro pálido era de lo más llamativo. Y eso tiene su gracia, aun con algo de desconcierto, al principio. Pero cuando todos los conductor se acercan para darte el tostón (por cierto, el conductor en las paradas se baja y empieza a gritar el destino de su matatu. Y si eres blanco pues para qué más: todos quieren que vayas donde ellos van y, alucinante, aun intentan convencerte de que es mejor ir donde ellos te dicen que donde tú quieres ir). Además, aquí tienen una palabra para denominar al blanco: mzungu (pronunciado musungu). Por lo visto es una palabra compartida por el swahili y casi todas las lenguas africanas negras. Y cuando un conductor te planta un “mzungu” te deja un poco descolocado. Y esto lo digo porque efectivamente, al menos en Nairobi, se nota cierto rechazo o cierto resquemor con los blancos. No es que nos traten mal, pero tampoco bien. Es decir, si tú preguntas algo o pides algo, te responden sin problema, pero no es rara la mirada de desconfianza o incluso de desprecio y el tono de desgana. Por supuesto que no siempre es así, pero por lo que hemos visto es más común de lo deseable.

Pero, aunque pueda parecer otra cosa, “mzungu” no tiene tono despectivo. Es decir, no es como nuestro “guiri”, sino que simplemente describe al hombre blanco. Sería más bien como nuestro “negro”, cuando no se usa despectivamente.

Porque aquí en Kenia todo el mundo habla al menos tres lenguas: el inglés, el swahili y la lengua materna, o séase la lengua tribal que se hereda por medio del padre (ya, y se llama materna...). Y es que el tema de las tribus está muy activo en Kenia y cada cual sabe no sólo a la tribu a la que él mismo pertenece sino también a la tribu a la que el otro pertenece (de hecho a veces es una de las primeras preguntas cuando la gente se conoce). Hay dos clases de tribus: los bantúes (kikuyu, kamba, etcétera) y los nilo-camitas, nilotics en inglés (luo, masai, etcétera) que provienen del norte. De hecho, la lengua que hablan los habitantes del sur de Sudán (cristianos, y que se niegan a hablar árabe como exigen los sudaneses del norte) es prácticamente igual que la de los luo.

Pues bien, entre estas dos ramas de tribus las relaciones no son todo lo buenas que pudieran. Por lo visto existe una rivalidad ancestral que cada cual justifica desde su punto de vista (que si estos vinieron del norte y nos guerrearon, que si los otros eran muy amiguitos de los ingleses y se quedaron con todo cuando los bobbies se fueron). Y esa hostilidad de vez en cuando se reanima en la actualidad en la lucha por el poder político. Por ejemplo, los kikuyu (bantúes) son la tribu más numerosa y los que más parcelas de poder de todo tipo controlan. Kenyatta, el primer presidente de Kenia independiente, era kikuyu, y esta circunstancia la esgrimen los luos (nilo-camitas) para acusar a los kikuyu de acaparar las mejores y más influyentes posiciones. Y eso podría no pasar de ahí, pero en las últimas elecciones presidenciales, en 2007, se enfrentaban Kibaki (actual presidente, kikuyu) y Odinga (luo). Por lo visto fueron unas elecciones bastante irregulares y hubo una revuelta inter-tribal con varios cientos de muertos. Casi nada. Al final llegaron a un ni pa’ ti ni pa’ mi y crearon el puesto de primer ministro para Odinga, quedándose Kibaki la presidencia.

De ese modo, sí que se pueden advertir gestos de desaprobación o de antipatía entre los bantúes o nilo-camitas cuando les hablas de los otros.

Y otro día os cuento más cosas que me tengo que ir a dormir.

D.