15 de junio de 2010

Viaje a la costa: Mombasa

Si pensamos en Mombasa podemos imaginarnos una ciudad exótica, lejana, como de cuento, o quizás una ciudad colonial, con edificios nobles, monumentos, parques cuidados, o puede ser que una ciudad oriental, con extraños y atractivos adornos, realmente cautivadora en su rareza. Pues bien, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, o más concretamente no existe. Mombasa, con sinceridad, es una ciudad sucia, descuidada, desordenada y sin ningún atractivo ni monumento ni rareza exótica dignos de admiración.

 

Como os decía, pasada la una del mediodía llegamos a la estación de Mombasa: un andén de tercera entre árboles rodeados de maleza. Varios taxistas esperaban con cartelitos o sin ellos y procuraban hacerse con algún cliente del que abusar (económicamente, claro). Y digo esto porque a nosotros nos pasó, o al menos eso intentó el taxista en cuestión: se nos acercó muy serio, le informamos del hotel donde vamos y el lugar donde se encontraba, que él no sabía, y circunspecto nos enseñó un folio impreso con una serie de tarifas. Tarifas oficiales, nos dijo, que eran cuatro veces mayores de lo que nosotros habíamos calculado. Es decir, pretendía convencernos de la veracidad de su oferta con un papel que buenamente podía él haber imprimido en su casa. Le informamos de que veníamos de Nairobi, de que vivimos aquí, y entonces llegó la primera rebaja: el triple de lo que habíamos pensado. Nosotros, simplemente, le dijimos que no, muchas gracias, ya cogeríamos otro taxi. Y la segunda rebaja: el doble de lo que habíamos calculado. Está bien, respondimos, ¿a cuántos kilómetros está? La pregunta era trampa, ya sabíamos que no estaba a más de doce. A veinticuatro, nos soltó, y entonces vino nuestro órdago a grande con cuatro reyes en la mano: es no es así, le dijimos, está a menos de doce. Se quedó titubeando y, porque nosotros ya estábamos un poco hartos del asunto y cansados del viaje, quedamos en pagarle un poco más de lo que habíamos calculado. A cambio, nos dio su número de teléfono y se comprometió, unilateralmente, a ser nuestro taxista mientras durase nuestra estancia en Mombasa. Ya os digo cómo terminó: no volvimos a llamarle, era un caradura.

 

Porque es algo bastante habitual en Kenia (al menos en Nairobi y en la costa): si eres mzungu siempre intentan cobrarte de más. Siempre, siempre, siempre. Es algo que, cuando ya llevas meses viviendo aquí, molesta bastante: parece que, en vez la piel blanca, tienes cara de tonto. La solución es simple: te niegas y les pagas lo que sabes que cuesta. Y ni se quejan, con lo que las ganas de cantarle las cuarenta por caradura aumentan exponencialmente. Pero las controlas y a otra cosa mariposa.

 

Pues bien, llegamos al hotel, en la playa Bamburi, al norte de Mombasa, y decidimos quedarnos el resto del día descansando. El hotel tenía bastante buena pinta: aunque un poco demodé, las habitaciones eran amplias, el servicio estupendo y las instalaciones (piscina, terraza, bar, restaurante, etcétera) más que aceptables. Y no demasiado caro, incluso tirando a barato.

 

La playa Bamburi es bastante larga y está plagada de hoteles que monopolizan casi totalmente la orilla. Apenas hay olas y siempre muy pequeñas, pues no muy lejos, aunque demasiado para ir nadando, a lo largo de toda la costa, hay un arrecife que hace de rompeolas. Y también impide que pasen los tiburones, que no sé si en otras circunstancias se acercan mucho o no a la costa, pero desde luego está bien mantenerlos alejados. Por si acaso.

 

El agua es muy poco profunda y, aun con marea alta, puedes ir andando hasta más o menos un tercio de distancia del arrecife. Durante nuestra estancia, la arena estaba bastante sucia, sobre todo por las algas que la poblaban con fruición. Las desventajas de ir en temporada baja. Lo malo es que la suciedad la completaba las diversas basuras que, al parecer, nadie estaba demasiado dispuesto a retirar. Es decir, todas las mañanas los hoteles mandan a un propio a que adecente la porción de playa que les corresponde, con el inconveniente de que, precisamente, sólo sea un mandado con sus propias manos. En cualquier caso la playa, con todas sus carencias, estaba bastante presentable.

 

El lugar también estaba repleto de los llamados beach boys, kenianos que esperan cerca de los hoteles para ofrecer a los mzungu (o indios, que había a cascaporrillo) sus servicios de todo tipo: desde safaris hasta droga, pasando por rutas turísticas a la ciudad y, como no, prostitución (de este tema escabroso tan sólo diré que, efectivamente, son servicios que la gente usa con escandalosa frecuencia y sin ningún tipo de rubor).

 

Al día siguiente, por la mañanita, nos fuimos a la ciudad de visita turística. Por supuesto, fuimos en matatu (cualquiera se pone a discutir con todos y cada uno de los taxistas disponibles... para que te cobre el más barato, por lo menos, veinte veces más que un matatu) y bajamos en Digo Road, una de las calles principales de la antigua capital colonial, no muy lejos del centro histórico. Caminando, bajo un sol que de verdad mordía, una humedad total y un ambiente realmente sofocante, fuimos hasta Fort Jesus, un fuerte portugués de finales del siglo XVI (por cierto, cuando Portugal formaba parte de España) que es el mayor atractivo histórico y turístico de la ciudad, por no decir el único: es un Morro, que es como llamaban a los castillos que protegían el acceso a los puertos. Las formas geométricas de la época siguen manteniéndose y, aunque los muros están bastante descuidados, tiene un aire exótico y antiguo muy atractivo.

 

Del resto de la ciudad, sinceramente, no hay mucho más que destacar: vimos la antigua residencia del Gobernador inglés (Mombasa fue capital del protectorado), ajada y sin cuidar; balcones con celosías para que las mujeres musulmanas pudiesen tomar el aire, con ese peculiar concepto de "tomar el aire" que tienen los mahometanos para sus mujeres; un mercado y decenas de tiendas donde vendían fundamentalmente especias, y donde nuestra presencia (cristianos occidentales) digamos que no era del todo bien recibida; algún templo hindú, o sikh, o ambos; y varias mezquitas, estas muy bien cuidadas pero, vaya por Dios, con el paso de infieles (o séase, nosotros) prohibido. Y luego hablan de uso compartido en Córdoba...

 

Es curioso que el barrio por el que transcurre la visita ¿turística? es el barrio indio, que no hindú. Es decir, sí hay hindúes, pero pocos: la mayoría de los indios son musulmanes y de los más radicales, los chiíes (como los ayatolás iraníes, entre otros). Y también es llamativo cómo viven juntos pero no revueltos, o lo que es lo mismo, musulmanes de origen oraní, yemení, somalí o indio viven y trabajan en la misma zona, pero mantienen una prudencial distancia. Y con los negros, la actitud por parte de todos (quizás menos de los somalíes, pero también) es de absoluta superioridad, un pelín racista nos dio la impresión. Y sin tan pelín, la verdad. Pero eso lo vimos más claro en Lamu, que ya os contaré en su momento.

 

En las calles del centro de Mombasa el principal entretenimiento era esquivar los montones de basura que, sorprendentemente, crecían en todos los lugares. Y digo sorprendentemente porque jamás pensé que una población tan pequeña como la del centro de Mombasa pudiese generar tales cantidades de porquería. Y ellos tan felices.

 

En definitiva, lo que tanta ilusión había generado en nosotros (Mombasa, ciudad colonial, a caballo entre África, India y Arabia), no fue sino una colosal decepción. Pero, al menos, la playa estaba bien.

 

Los días siguientes, que apenas volvimos a la ciudad, disfrutamos de la playa y del descanso. Como actividad curiosa, dimos una vuelta en una especie de catamarán pequeño y artesanal: un casco estrecho y alargado con patines a ambos lados. El mástil era un enorme palo incrustado en el centro del casco central y equilibrado Dios sabrá cómo. Daba un poco de respeto montarse en la embarcación de marras, pero la profundidad, como ya os dije, no era mucha y el paseo duró alrededor de una hora.

 

Es interesante ver como los africanos (en la playa, la inmensa mayoría de los que ofrecen servicios de todo tipo, son negros) te dan coba y alargan el regateo de manera un poco desesperante y, una vez llegas a un acuerdo con el precio, mutis casi absoluto.

 

Nuestra intención, después de Mombasa, era ir a Lamu, pero está realmente lejos e incomprensiblemente no hay línea desde la capital de la provincia de costa (sí hay vuelo directo desde Nairobi, pero no desde Mombasa que está más cerca y tiene más relación). Así que decidimos ir en autobús a Malindi, hacer una parada allí y coger un avión hasta Lamu.

 

Así que el último día en Mombasa, reservamos hotel en Malindi y nos fuimos a Misa a la ciudad, como mandan los cánones en domingo. Fuimos a la catedral católica (hay otra catedral, anglicana ésta), del Espíritu Santo, un edificio neogótico con cristaleras pagadas por fieles, representando al santo que el benefactor quería (y todo esto inscrito en la propia cristalera). El templo estaba lleno hasta la bandera y únicamente tenía varios viejos ventiladores que apenas daban aire. De hecho, tuvimos la fortuna de que nos tocó al lado a la más gruesa del lugar y, aparte de que los africanos se sientan unos pegados a otros, literalmente, el calor llegó a ser tan insoportable que aquí el menda decidió escuchar la Misa desde la calle, a la sombra de unos árboles.

 

La celebración fue en suahili, con cantos y palmas y todo eso y, claro, duró dos horas o más. Natalia aguantó como una campeona dentro y, una vez se terminó, agarramos nuestras mochilas que llevábamos ya encima y nos fuimos a buscar el autobús en matatu.

 

La "estación" de autobuses era una calle destartalada con un caos montado entre matatus y autobuses y decenas de lugareños gritando a los cuatro vientos la ruta, el precio, las comodidades y las maravillas de su medio de transporte respecto a otros. Decidimos coger el Express a Malindi, sin saber que Express, en esta parte del mundo, es como llaman a los autobuses (y un poquito engañados por el oriundo de turno, que nos dijo que salía enseguida y que no hacía paradas).

 

Dos horas más tarde, que esperamos como pollos en un horno, el autobús salió hacia Malindi. Paró en absolutamente todos los sitios imaginables y tardamos alrededor de cuatro horas en llegar al destino. Pero el viaje y la estancia en Malindi os lo cuento otro día (esperemos que no dentro de mucho).


1 comentario:

Unknown dijo...

Hola!!!

Nosotros queremos ir el próximo Junio pero hemos leido que no es muy buen momento para ir a las palyas porque el agua está muy movida y turbia, ¿nos podráis decir algo sobre esto?
Muchas gracias