6 de julio de 2010

Viaje a la costa: Malindi

Como seguro que ya sabéis, el negro, el rojo y el verde son los colores de la bandera keniana, dispuestos por ese orden de arriba a abajo en franjas horizontales, y separadas las franjas por gruesas líneas blancas. Y precisamente esos colores fueron lo que vimos en el trayecto de Mombasa a Malindi: el blanco refulgente de las nubes, el verde chillón de la vegetación exuberante, el rojo vivo de la tierra arcillosa y, por supuesto, el negro ébano de los oriundos. O, exactamente, de parte de ellos.

 

Porque aquí, como os decía, hay distintas razas conviviendo mal que bien. Es la tierra de la cultura suahili, una especie de mezcla entre lo africano y lo árabe con ciertas pinceladas portuguesas e indias. Así, en cuanto a gente, te los encuentras árabes, negros, indios y algunos mestizos de los dos primeros (los indios, ya os dije, son bastante racistas y no se mezclan, y mucho menos con los negros que consideran inferiores). En cuanto a arquitectura y arte resulta para los españoles bastante familiar: es como la andalusí (no confundir con andaluz, por favor), pero en pobre. Y hay una excepción, una exclusiva: las puertas suahili (y otro tipo de muebles basados en esas puertas): generalmente son de dos hojas separadas por un dintel y rematadas por un arco con frontispicio. En las hojas hay infinidad de adornos africanos pero, eso sí, ninguna figura humana y casi nunca animal, influencia del Islam. En el arco, jeribeques y filigranas musulmanas que realmente recuerdan a las que podemos encontrar en España, incluso en el mudéjar.

 

En cualquier caso, en el trayecto Mombasa-Malindi no encuentras apenas muestras de cultura suahili: apenas unos poblados de chozas de adobe, coloradísimas por el barro, y con techos de hojas de palmera. Algo realmente curioso, y bonito. Las aldeítas rara vez superan la media docena de chozas y, de cuando en cuando, encuentras alguna misión cristiana, católica o protestante, con colegio y toda la pesca. Los aldeanos deben vivir de la agricultura y, en menor medida, de la ganadería: vastísimos campos sembrados y plantaciones de palmeras y aloe-vera con algún baobab estorbando en medio.

 

Porque aquí, no sé si en todo Kenia o sólo en la costa, el baobab es un árbol sagrado. O lo que es lo mismo, intocable. Son las costumbres ancestrales que se mantienen impermeables a la influencia occidental y cristiana. Así, tanto el las plantaciones como en el campo salvaje, hay decenas de baobab con sus retorcidas ramas hacia el cielo, como si sufriesen e implorasen. El tronco, enorme, parece hinchado y las raíces asoman sobre la tierra. No es un árbol que tenga demasiadas hojas, al menos en este lado del mundo, y eso le da un aspecto más tétrico y, a la vez, más extrañamente atractivo.

 

El resto de la vegetación, salvaje, se entrelaza consigo misma y, en ocasiones, forman paredes impenetrables. Sin embargo, miles de acacias llenan el paisaje, cortando el cielo con su follaje en forma de estrato, de veta. Y entre las acacias y los baobab, cabras y vacas y burros pastan mientras miran al autobús con paciencia.

 

Dentro del autobús, el pasaje era de lo más variopinto: desde negros con vestimenta típicamente africana, colores vívidos y tocados exagerados en las mujeres, hasta musulmanes con sus chilabas y musulmanas con su niqab, cubiertas hasta las muñecas. Y, por supuesto, dos mzungu como nota exótica.

 

Como os avancé, el trayecto duró cuatro insufribles horas y el autobús paraba en mitad de la carretera para recoger o dejar a cualquiera que lo pidiese. Tenía el vehículo una baca repleta y, casi cada vez que paraba, había que hacer la misma operación de desatar, reordenar, atar, cargar, volver a atar y volver a reordenar. Vamos, para unas prisas.

 

Paramos en dos pueblos, Kisili y Watamu, o más concretamente en su estación de autobuses, o algo parecido. Los vendedores, ansiosos, se acercaban a las ventanillas para ofrecer productos de todo tipo: generalmente comida, pero también artesanías y, increíble, triángulos reflectantes para el coche. Que digo yo, si alguien viaja en autobús muy útil no le va a ser un triángulo reflectante. Pero ellos lo intentan.

 

Por supuesto, el ansia de los vendedores crece y casi se convierte en histerismo cuando descubre, vaya por Dios, que tú eres un mzungu. Entonces se forma bajo tu ventanilla una especie de tumulto, con codazos, empujones, gritos y discusiones de todo tipo. Y peor si quieres comprar algo, porque entonces la pelea se vuelve más violenta para ver quién te lo vende.

 

Por fin llegamos a Malindi y, una vez bajamos del autobús, cogimos un tuk-tuk que nos llevase a nuestro hotel. En Malindi hay matatus, cómo no, pero para ir a otras ciudades. Para el transporte por el pueblo (porque Malindi no es demasiado grande) lo que se usa son tuk-tuk, todos de la marca Vespa (Ape que se llama aquí). Y eso no es casualidad: Malindi está llena de italianos. Por lo visto, durante muchos años ha sido el centro turístico italiano más importante en la costa keniana y se deja notar: infinidad de restaurantes italianos y tiendas de ropa italiana siembran las calles de Malindi. Y, claro, bastantes italianos que vienen y van.

 

Es bastante curioso el hecho de que allí, en Malindi, hay lugareños que no hablan apenas inglés (la lengua importante allí es el kiswahili, suahili para los amigos), y sin embargo prácticamente todo el mundo chapurrea algo de italiano. Que al fin y al cabo son los que se gastan el dinero allí. O se gastaban, que por lo visto la crisis europea también se nota en Malindi en cuanto al descenso enorme de visitantes.

 

Así, el aspecto de la zona turística es decadente: hoteles con muy buena pinta tienen las fachadas sin pintar, las verjas rotas, los accesos sin nivelar y otros detalles de dejadez probablemente causada por la falta de fondos. El mobiliario también es viejo y ajado y, aunque las piscinas están en buen estado, las tumbonas, toallas, cojines y demás, sinceramente, dan un poquito de asco. La comida del hotel donde nos alojamos, sin embargo, era bastante rica y la atención de los empleados, con alguna excepción, bastante buena.

 

Cambiando de tercio, Malindi fue usado por los portugueses como punto intermedio entre Mombasa y Lamu y probablemente la única atracción histórica es una columna para la orientación de los barcos puesta allí por Vasco de Gama.

 

La atracción turística en Malindi es la playa y, eso sí, una reserva marina donde se puede bucear entre arrecifes de coral y cientos de especies de peces. Además, según dicen, es bastante fácil encontrarse con algún delfín que juguetea con los visitantes. Pero todo eso quedó inédito para nosotros: por supuesto fuimos a la reserva marina pero, temporada baja, el agua estaba turbia por los lodos que los ríos llevan al mar en la época de lluvias. Y, claro, no permitían bucear (aunque tampoco había nada que ver, tal era la saturación de lodo en el agua).

 

Gracias a Dios, Malindi sólo era para nosotros una parada intermedia entre Mombasa y Lamu (si desde Mombasa a Malindi, que están más o menos cerca, tardamos cuatro horas, imaginad lo que hubiésemos tardado a Lamu, que está a más del triple de distancia). Así que, tranquilamente, descansamos, nos dimos algún paseo, visitamos infructuosamente la reserva marina y poco más.

 

Y día y medio después partimos en avión a Lamu. Pero eso lo contaré otro día.

1 comentario:

P A N C H O dijo...

Africa es maravilloso muy buen blog saludos!